lunes, 3 de agosto de 2009

Gripecita,gripecita,donde está guita....

Por Mario Rovere *

En un momento en que se insinúa que el pico de la epidemia de influenza A puede haber quedado atrás, aunque sin un pronóstico cierto de cómo puede desenvolverse en los próximos meses, el debate parece trasladarse a la existencia cierta de una vacuna que se demora en nacer y a su posterior distribución equitativa que desde la OMS se apresuran a asegurar. La sociedad argentina, las clases medias de las grandes ciudades, han definido sus propias estrategias defensivas, de tal forma que las decisiones empresariales, organizacionales y hasta estatales de cierre o postergación de actividades parecen simplemente acompañar lo que la población ya ha decidido.

Tal vez haya que remontarse a la mitad de la década del cincuenta, en plena epidemia de polio, para encontrar un problema de salud pública que haya movilizado tanto a la sociedad.

Es que la salud, como la naturaleza, toma cuenta de ciertas postergaciones y luego pasa factura; no siempre en forma automática pero tarde o temprano la pasa. Aún está fresco el recuerdo de un gobernador sugiriendo, con cierta liviandad, el cierre del Ministerio de Salud de la Nación.

Emergencia sanitaria ¿sí o no? Una pregunta que desvela y devela que en el trasfondo de esta epidemia subyace un viejo dilema de la salud pública que desde hace más de dos siglos era vista como un límite al libre comercio, confrontando como hoy lo hacen la ecología y la economía. Las epidemias han causado cuantiosos daños y en muchas ocasiones el destino en el campo de batalla, en el orden político o en las actividades económicas se han visto catastróficamente alterados. John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, declaraba luego de una gran epidemia: “Parece necesario que el Congreso, quien es el único que puede regular el comercio, le dé forma a un sistema que, mientras tienda a preservar la salud general, pueda ser compatible con el interés del comercio y la seguridad de las rentas”. Dos siglos después el nuevo Reglamento Sanitario Internacional dice casi textualmente lo mismo: “La finalidad y el alcance de este Reglamento es prevenir la propagación internacional de enfermedades, proteger contra esa propagación, controlarla y darle una respuesta de salud pública proporcionada y restringida a los riesgos para la salud pública y evitando al mismo tiempo las interferencias innecesarias con el tráfico y el comercio internacionales”.

Luego de dos siglos, la compatibilización entre mercado y salud pública se hace cada vez más difícil. Las interrelaciones se multiplican y el caso del H1N1 parece comprobarlo. En su origen se incrimina a la producción porcina. No se refiere a una granja familiar, según Le Monde Diplomatique, la Smithfield Food hacina en la frontera México-Texas un millón de cerdos en doscientas porquerizas generando suficientes contactos múltiples como para que las mutaciones virales ocurran. Claro que en la globalización económica la concentración en el rubro de la producción cárnica es una tendencia mundial y lo mismo podría haber ocurrido en otros rubros (aves, vacunos, huevos, leche, alimentos transgénicos, etc).

Una vez desatada como pandemia, dos antivirales se disputan el centro de la escena, el valor de las acciones de las empresas que lo producen se ha disparado. Por otro lado, cinco laboratorios han recibido del gobierno de Estados Unidos muestras del virus influenza A H1N1 para producir vacunas. Luego vendrán los ensayos clínicos y naturalmente las acciones de estas empresas también subirán. La Argentina llevó al Mercosur su posición para liberar las patentes de su producción.

Las pérdidas económicas de una epidemia son varias veces millonarias. Rubros vinculados a consumos más suntuarios o postergables como turismo, transporte, espectáculos culturales y deportivos, etc., se reducen complicando la situación de países que vienen buscando como protegerse o minimizar los efectos de la crisis económica mundial.

El grupo financiero IXE estimaba las pérdidas económicas directas generadas por la epidemia en México en un 0,7 del su PBI equivalente a un 76 por ciento del total del presupuesto público en salud de un año y como siempre flotará la pregunta sobre qué resultados se hubieran logrado si ese dinero se hubiera invertido en salud en forma anticipada.

Ya en Perú, durante el año 1991, se estimaba que los costos de la entonces epidemia de cólera eran de tal magnitud que hubieran alcanzado para proveer de agua potable a la población de sus grandes ciudades, con lo que se hubiera evitado la diseminación de la epidemia. Mientras tanto, Obama parece querer meterse en un tema espinoso. Su plan de salud, que cubrirá a cincuenta millones de personas –pese a ello– parece no ser muy popular y las reacciones de los lobbies de un sector caro e injusto, grandes financiadores de la política, no se hacen esperar. Aunque en otra escala, nuestro sistema de salud sufre de problemas parecidos. Su desempeño sistémico

en la epidemia deja suficientes dudas como para empezar a pensar en una fuerte redefinición.

* Sanitarista."

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