jueves, 6 de octubre de 2011

ME C**** EN TODOS TUS MUERTOS...


Cada quien con sus cenizas


Por Andrea Buscaldi *

“¿Te gustaría tener un recuerdo especial de alguien que ha fallecido?”, pregunta una artista americana especialista en retratos. En la nota publicada el 30 de abril en el suplemento Radar de Página/12 con el nombre “Ceniza (de muerto) al óleo” se describen las características de la técnica en cuestión: una pequeña cantidad de cenizas enviadas por correo es materia prima esencial del retrato posmortem. El éxito de esta “nueva forma de arte”, según definición de la propia autora, parece estar asegurado, ya que de acuerdo con las estadísticas en Estados Unidos la cremación es la modalidad más recurrente a la hora de decidir el destino final de los restos mortales de un ser querido. Keith Richards, un artista con todas las letras y también del Primer Mundo, encontró su manera de hacer con las cenizas de su padre: se las aspiró. “La mejor droga que probé en mi vida”, declaró.

Existen estudios sobre la disminución de rituales funerarios en la actualidad y sus consecuencias en la elaboración del duelo que merecen un análisis más detallado. Algo que resulta interesante por imposible de ser reducido a una variable única es el después de la cremación. ¿Qué hace cada quien con las cenizas de su muerto? Esa pregunta se recorta de un modo especial cuando quien murió no ha expresado su voluntad en vida, y también cuando quienes lo sobreviven descreen de la regulación proveniente de una doctrina religiosa en particular. Situación que demanda una respuesta determinada, a dar justamente en un momento de máximo dolor.

Sin mucho análisis previo: las cenizas se guardan o se esparcen. Pero la cosa no termina ahí. Se decida guardar las cenizas o esparcirlas, en ambos casos la pregunta es la misma: ¿dónde? Hay una serie de lugares comunes: guardar la urna en el ropero, enterrarla en un lugar especial del jardín o, en caso de tener balcón, directamente las cenizas en una maceta. Está también el jarrón de porcelana chino que, en más de una película de humor negro, se hace trizas. Para quienes deciden esparcir las cenizas, las alternativas son básicamente dos: agua o tierra. Si ha de ser en llanura, montaña, río o mar, alguna marca en la biografía del difunto podrá definirlo. (Qué se puede decir sobre las cenizas arrojadas al Río de la Plata: en la superficie, las cenizas; en el lecho, los cuerpos desaparecidos.)

A estos ritos comunes o domésticos se suman otros, a veces ligados a un emblema, un símbolo o un ideal. Por ejemplo, el amor por la camiseta. Me contaron que las autoridades de un club de la Ciudad de Buenos Aires tuvieron que suspender el ritual, extendido entre los hinchas, de arrojar cenizas mortuorias sobre el césped antes del inicio de un partido. Superados por una demanda creciente y desconociendo los efectos de las partículas acumuladas, optaron por no arriesgar el deterioro del campo de juego.

Son conocidos los chistes de velorio. En ese registro, en su artículo “El humor”, Freud cuenta el del condenado a muerte que va al cadalso un día lunes: “Linda forma de empezar la semana”, comenta. Hay otro en “De guerra y muerte”. Un hombre le propone a su mujer: “Si alguno de los dos se muere, me mudo a París”. Acaso el humor o lo cómico (sin entrar en detalles sobre sus diferencias) sean la única forma de decir algo sobre la muerte esquivando lo patético o lo cursi. Es sabido que la muerte es siempre la muerte del otro. “Estoy muerto” es una conjugación imposible en acto. Y, por más o menos conciencia que se tenga sobre la propia finitud, esa percepción suele ser difusa o fugaz.