jueves, 15 de diciembre de 2011

Y O


Acerca de un descubrimiento reciente


Por Noé Jitrik

Una nueva enfermedad se ha diseminado por diversos países del mundo hasta alcanzar el nivel de la epidemia o, más llanamente, de la plaga. Se la conoce ante todo por su nombre vulgar francés, “Intoxication de soi-même” o, en castellano, “Intoxicación de sí mismo”, designación que parece más descriptiva que definitoria; tal vez el nombre científico sea más preciso aunque, desde luego, quien lo usara, fuera de congresos y academias, sería considerado meramente pedante: “autoingestaindividualis”.

Pasada la sorpresa de sus primeras manifestaciones, su difusión le ha dado un importante lugar en diversos congresos: psiquiatras, psicoanalistas, filósofos y médicos han presentado trabajos que no han sido objeto de calurosos aplausos, lo cual se comprende puesto que poco se sabe acerca de sus rasgos nosológicos así como se ignora cuándo y dónde se manifestó por primera vez. Estas incertezas gravitan, lo cual redunda en una dificultad de hallar remedios eficaces para conjurar sus negativos efectos. Lilly, Roche, Pfizer y aun el más modesto Gador están piafando de impaciencia en espera de la información que les permita fabricar esos específicos, seguros de que con ellos lograrían importantes éxitos comerciales.

Se sabe, sin embargo, cómo se produce gracias a cuidadosas investigaciones cuyo resultado fue expuesto en la reunión de Panamá. Quien mostró sus conclusiones fue el profesor Rigoberto Generoso Pérez, de la Universidad de Taipei: su informe fue tentativo, no sólo porque no aportó mayor cosa sino porque, a causa de sus reiteradas autorreferencias, parecía más afectado por el mal que un acucioso investigador. En suma, los asistentes, científicos y humanistas poco progresaron a lo que ya se sabía o sea, como lo expuso sarcásticamente el psicólogo húngaro Sándor Kovacs, que si bien la enfermedad es transmisible no es tan contagiosa como se presumía. Añadió que quienes la habían contraído ocultaban, o negaban, que había sido por una misteriosa ingestión de sus propias personas. Ese concepto produjo perplejidad: ¿cómo era posible que, sin que existiera ningún factor exterior que lo llevara a ello, alguien podía tragarse a sí mismo? ¿Qué lo llevaba a ello? Acaso, se conjeturó, una desmesurada autovaloración de la persona cobraba en algunos casos una dimensión tal que se producía un desplazamiento dramático: lo que un individuo creía sobre sí mismo se corporizaba y se separaba de su entidad real de tal modo que se convertía en un bocado apetecible hasta el punto de ingerirlo o, lo que es lo mismo, ingerirse, de lo cual resulta la intoxicación. Esa es la enfermedad.

No era poca cosa en cuanto al conocimiento del mal, pero lo que sí era evidente era que los efectos o los síntomas de semejante anomalía, eran atroces pero difícilmente definibles, cosa que no ocurre con las enfermedades más corrientes.

Con el paso del tiempo y una más activa mirada interdisciplinaria se avanzó considerablemente, aunque los expertos coincidieron en que estaban muy lejos de definir con precisión el mal, describirlo y generar terapéuticas eficaces para, si no erradicarlo como plaga, al menos neutralizarlo en sus consecuencias inmediatas. Todos coinciden, resignados, en que es difícil llegar a ese punto porque como no se conocen afectados conscientes de que lo padecen se hace casi imposible iniciar tratamiento alguno. Desde luego, esa comprobación tiene una inequívoca impronta psicoanalítica que, por otra parte, la medicina tradicional rechaza; si para el psicoanálisis no hay enfermedad sino paciente y si éste no quiere curarse no hay dios que lo convenza, para la medicina si hay un enfermo hay que curarlo a como dé lugar, aunque no quiera, cuestión, por otra parte, que se vincula con las perplejidades y contradicciones de la bioética.

Algo se ha logrado determinar; así, por ejemplo, el autoingestivoindividualis ignora la alteridad, aparece envuelto en su yo a punto tal, en los casos más graves, que le da lo mismo que alguien lo escuche o no y, desde luego, que el que lo escucha pueda apreciar algo de lo que emana de su yo. La consecuencia dramática de este síntoma es que metafóricamente se abraza a su yo y no se da cuenta de que todos se distraen cuando lo escuchan.

El problema médico de esta situación es que están afectados todos los órganos que confluyen para hacer posible la comunicación, que, como lo sostiene la psiquiatra Alba Klein, no radican sólo en la voluntad sino en todo el cuerpo del ser humano: ocupado por entero por su propio ser, todos sus órganos, aun los más corporales, quedan comprometidos.

Otro síntoma, explicado en detalle por el filósofo danés Jörg Emmentalis en un encuentro cuyo tema, el “yoísmo”, emparentado con el que nos ocupa, se realizó en la Sarasota University, se vincula con la cuestión del parentesco: los autoingestivosindividualis que tienen hijos y nietos no sólo los mencionan a propósito de cualquier cosa, no sólo muestran sus fotos, que consideran obras de arte, sino que los evocan a propósito de bueyes perdidos o de taxis desocupados o de enfermedades episódicas; quienes carecen de descendencia recurren, en cambio, para autorreferirse, a sus ancestros, sus padres dijeron, sus abuelos sostuvieron, los temas pueden ser diversos, inesperados o dispersos pero esas sombras los acompañan permanentemente.

En el congreso de Cancún, convocado por la “Asociación mundial de lucha contra el síndrome autoingestivoindividualis” se examinaron otras manifestaciones del mal. En particular, se puso el acento en lo que se llamó el “relato absoluto”: nos referimos a la mecánica de la interrupción. Cuando en los raros momentos en que, por cansancio o sequedad bucal, deja de referirse a sí mismo y otras personas inician un argumento, el enfermo irrumpe, pero no agresivamente, calificando, sino como si nadie hubiera hablado o como si la mera aparición de algo que no sea su yo fuera un monstruo que no hay por qué atender en la medida en que sólo hay que atender a su yo.

Es posible que las investigaciones sobre este mal que tiene el carácter de una plaga que se ha extendido por el mundo entero hayan dado algún fruto. Dato curioso: quienes lo padecen carecen del impulso a la solidaridad, no sólo no se ligan con desemejantes sino tampoco con semejantes, se diría –y ése es otro rasgo a tener en cuenta– que los ignoran, los detestan, su yo intenta tapar el de los otros e imperativos yoes y recíprocamente de modo que cuando se produce un encuentro entre afectados por el mal, cosa que ocurre en reuniones sociales, presentaciones de libros, muestras de pintura, salas de espera, reuniones familiares, bodas, cumpleaños, fiestas de fin de año, etcétera, quienes observan desde el exterior los encuentros entre afectados no logran comprender nada de lo que sucede.

El mal es serio y Salud Pública no interviene; los enfermos están solos, cuentan apenas con los esfuerzos que hacen médicos, psicólogos, psiquiatras, comunicólogos, filósofos y otros científicos, para estudiarlo y, con suerte, ponerle remedio.

En el autor de este informe la preocupación es grande, tanto más cuanto que él mismo ha sido afectado por el mal aunque, por suerte, logró superarlo gracias a la ayuda que le brindó la filósofa británica Brunequilda Market, quien se puso a su disposición y lo llevó a tomar conciencia de su padecimiento ayudándolo a sublimarlo aunque nunca dejó de expresar sus reservas acerca de una curación total.