sábado, 5 de mayo de 2012

JAPOS JEROPAS

Sexo y pereza: el 70% de los japoneses no tiene nunca relaciones

Hace unas semanas, un documental emitido por la televisión española revelaba una realidad insospechada para los que amamos la cultura japonesa: el 70% de los habitantes de Japón no mantiene nunca relaciones sexuales: parejas casadas que llevan veinte años sin hacer el amor, novios castos que evitan tocarse, ejecutivos solitarios que pagan por poder acariciar… un gato.

Escrito por: Santiago Alba Rico.
Muñeca robot
Podríamos pensar que se trata de una cultura puritana y reprimida o de una sociedad de disciplina “protestante”, volcada en el trabajo, que ha dado la espalda a los placeres del erotismo. Pero es mucho más complicado e inquietante. Porque resulta que este Japón monacal, de pocos hijos y menos abrazos, cuenta con la más floreciente industria del sexo del mundo, con unos ingresos de 20.000 millones de euros al año que representan el 1% del PIB del país.
Aún más: no se trata sólo de la industria más potente sino también de la más refinada, la más variada, la más imaginativa y la menos púdica: las calles de Tokio ofrecen sin tapujos toda clase de reclamos publicitarios y toda clase de servicios; y sus ciudadanos los reciben y los usan con la misma naturalidad con la que comen sushi o compran el último modelo de iPhone.
¿Hay alguna contradicción o, por el contrario, una proporcionalidad directa entre la abstinencia sexual y la hipertrofia de los estímulos sexuales? La característica central de esta refinadísima industria del placer corporal es que todas sus ofertas, sus adminículos, sus imágenes y sus promesas de gozo no sólo excluyen la penetración (que es la que define la prostitución, ilegal en Japón) sino que está orientada a suprimir cualquier mediación propiamente humana.
¿Cómo decirlo? No es que en Japón estén desapareciendo las “relaciones sexuales”; lo que están desapareciendo son las “relaciones” en general mientras que el sexo sin relaciones, completamente autorreferencial, va ocupando un lugar cada vez más importante en la vida de individuos desconectados del mundo que no sienten la menor vergüenza en exhibir y proclamar esta desconexión.
Esta riquísima, civilizadísima, libérrima industria sexual —con todo su aparato escénico e instrumental— está orientada a ahorrar el trabajo de las dependencias exteriores: el cortejo, la conversación, los preliminares, el otro mismo.
Uno de los japoneses entrevistados en el documental declaraba con alegre franqueza que prefería masturbarse en una cabina con una vagina de plástico mientras veía imágenes pornográficas que acostarse con su novia: “me da mucha pereza”, decía, “porque cuando estoy con ella tengo que ocuparme de su placer y prefiero ocuparme sólo del mío”.
Lo extravagante de este egoísmo es que quiebra la regla antropológica básica de los últimos 15.000 años según la cual el propio placer sexual estaba asociado precisamente a la existencia de otros cuerpos y al reconocimiento, aunque fuese negativo, de nuestra dependencia de ellos. El sexo en Japón se ha emancipado de los cuerpos, esas criaturas tan inmanejables, tan incómodas, tan exigentes, tan imprevisibles.
“El infierno son los otros”, decía el filósofo Jean-Paul Sartre. Los otros, sobre todo, dan pereza. Hasta ahora nos cansaba trabajar y nos cansaba también estudiar mientras que estábamos siempre dispuestos a reunirnos con unos amigos, ir a una fiesta, participar en el bullicio de una conversación, desnudar de nuevo con emoción el pecho del amado. Ahora lo que cansan son las relaciones. Sexo sí, relaciones no.
La industria sexual en Japón refleja y alimenta una sociedad de perezosos masturbadores que pagan para no tener que ocuparse de sus mujeres o de sus novias; que pagan, en definitiva, para emancipar su propio placer de cualquier contacto exterior.
El colmo de la civilización, ¿será la masturbación industrial? Tres cosas llaman la atención de esta extraña pereza cultural.
La primera, como insólita ruptura antropológica, tiene que ver con el hecho de que las imágenes y los instrumentos han absorbido por completo la intensidad de los objetos a los que aludían o sustituían. La pornografía, las muñecas, los juguetes sexuales, fuente hasta ahora de estímulo y de insatisfacción, sucedáneos irritantes del cuerpo deseado, se han convertido en el objeto mismo donde se satisface el deseo.
Esas imágenes, esas muñecas, esos juguetes, constituyen la superación completa de todas las imperfecciones y todas las molestias, al servicio ahora de un placer encerrado, como un molusco, en el propio cuerpo. En su cabina, frente a la pantalla, manipulando el artefacto de plástico, el perezoso no echa de menos el cuerpo verdadero; todo lo contrario: se siente aliviado, liberado, sexualmente colmado en su confortable negación del mundo.
La segunda cosa que llama la atención de esta ruptura antropológica es, en cambio, de orden muy tradicional: esta nueva sociedad de perezosos masturbadores sigue siendo, como la anterior, machista y masculina, y en ella la mujer ocupa no sólo un papel subalterno sino también instrumental.
La industria japonesa del sexo, que no está dirigida a las mujeres, emplea sin embargo a muchas mujeres, pero no porque los clientes pidan o necesiten cuerpos femeninos, sino porque los cuerpos femeninos, con un poco de trabajo, pueden lograr parecer imágenes, muñecas y juguetes. Los hombres se ahorran el trabajo de las relaciones; las mujeres trabajan para ahorrar a los hombres el trabajo de las relaciones.
Ciencia-ficción y patriarcado se citan en los locales de masturbación industrial de Tokio. La vieja utopía homofóbica y misógina de un mundo sin mujeres se hace realidad en estos recintos de sexo puro donde una sucesión de Unos Machos se derrite en un espacio sin Nadie.
La última sorpresa es inquietante y se refiere a la naturalidad con que los japoneses reivindican su derecho a la pereza antropológica. Hay algo muy desagradablemente machista en la bravuconería del latin-lover que se jacta en público de sus hazañas sexuales; pero uno casi siente nostalgia del macho de las cavernas, y hasta del salvaje torturador, ante la obscenidad del masturbador industrial al que sobran todos los cuerpos del mundo y que exhibe su auto-erotismo como la máxima satisfacción y la máxima evolución a la que puede aspirar un individuo humano.
Una de las ventajas del sexo es que obliga a prestar atención al otro. No cuidamos un cuerpo enfermo de buena gana, pero nos ocupamos con minucioso entusiasmo del cuerpo deseado. El amor y el deseo constituyen la única garantía irrefutable de la existencia del mundo y de nuestra dependencia recíproca en él. Un beso es una forma de materializar al otro; una caricia una marca de salvación del cuerpo ajeno.
¿Qué pasa cuando la pereza llega al extremo de cortar todo vínculo —incluso el del deseo— con un cuerpo de carne y hueso? Japón, vanguardia del capitalismo, está a punto de liberarse industrialmente de la atadura de los otros. Quizás sea bueno. Un perezoso antropológico emancipado de todas las relaciones corporales no será un maltratador doméstico ni un violador en serie ni un sádico verdugo; un masturbador satisfecho nunca será un activo destructor del mundo.
Pero un macho que se “independiza” de los cuerpos a través de la masturbación artefacta, un perezoso radical adicto a la ausencia industrial del mundo, hará muy poco por conservar ese mundo que desprecia, allí donde se encuentre en peligro, y hará en cambio todo lo que sea necesario —y sin ningún malestar o remordimiento— por conservar la industria de la que depende su independencia.
Entre la barbarie antigua, tan saludablemente asesina, y la masturbación ultracivilizada, tan bárbaramente perezosa, ¿no habrá aún alguna forma de seguir reivindicando la existencia del mundo, el amor libre, la dependencia voluntaria, el beso salvífico, el placer compartido?

las hembras deben ser promiscuas...y los hombres tambien

La vagina sorprende a los científicos

Los análisis genómicos revelan un órgano más complejo y dinámico de lo esperado

Lejos de ser un órgano pasivo, una mera vía de paso, la vagina alberga una gran riqueza biológica que difiere de unas mujeres a otras y que suele evolucionar a lo largo del ciclo menstrual, según una investigación dirigida desde la Universidad de Maryland (EE.UU.) presentada este miércoles en la revista Science Translational Medicine.
La investigación obligará a corregir las ideas vigentes sobre qué es una vagina sana. Si hasta ahora se consideraba que la vagina debe tener bacterias del género Lactobacillus para protegerse de infecciones, los nuevos resultados indican que algunas mujeres están igualmente protegidas gracias a bacterias distintas. A falta de Lactobacillus, estas mujeres serían diagnosticadas actualmente de vaginosis –una alteración patológica de la flora vaginal– y candidatas a ser tratadas con antibióticos. Pero los investigadores de la Universidad de Maryland han demostrado que no tienen ninguna alteración patológica sino que son casos de variación dentro de la normalidad. Y, por lo tanto, que no deben ser tratadas con antibióticos.
Por otro lado, en los casos en que sí haya vaginosis, la investigación abre la vía a adecuar el tratamiento a la flora vaginal de cada mujer. “Muchos estudios y tratamientos se basan en la idea de que todas las mujeres son iguales y reaccionarán de manera similar a los tratamientos”, declara Jacques Ravel, director del trabajo, en un comunicado difundido por la Universidad de Maryland. Los nuevos datos muestran que “cada mujer parece tener su propio estado de salud”.
La investigación se ha basado en 32 jóvenes voluntarias que a lo largo de 16 semanas se han prestado a extraerse muestras vaginales dos veces por semana. Al mismo tiempo, han rellenado una encuesta diaria en la que se les preguntaba sobre cualquier variable que pudiera estar relacionada con su flora vaginal, como –entre otras– el sangrado menstrual, el uso de támpax o la actividad sexual.

Tras analizar las muestras vaginales con técnicas genómicas de secuenciación masiva, los investigadores han observado que hay cinco tipos principales de floras bacterianas entre las participantes en el estudio. Tres de ellos contienen bacterias del género Lactobacillus, que segregan ácido láctico y crean un entorno hostil que defiende la vagina frente a microorganismos invasores. En los otros dos tipos de floras vaginales son otras bacterias las que construyen una primera barrera de protección frente a las infecciones. Estos resultados confirman los de un estudio anterior presentado el año pasado por los mismos investigadores.
La principal novedad del nuevo trabajo es que hay una gran variedad de bacterias, no solo entre los distintos tipos de flora vaginal, sino dentro de cada tipo. En algunas mujeres –pero no en todas- incluso se han observado diferencias importantes en la composición de la flora vaginal de un día al siguiente (si han tenido una relación sexual) o de una semana a la siguiente (según el momento del ciclo menstrual). Pero, sean de un tipo u otro, y varíen o no varíen con las relaciones sexuales o el ciclo menstrial, todas estas floras vaginales son igualmente sanas, destacan los investigadores.
“El microbioma vaginal es mucho más complejo y diverso de lo que se había imaginado”, destacan Steven Witkin y William Ledger, de la Universidad Cornell (EE.UU.), en un artículo complementario publicado en Science Translational Medicine.
Más allá de mejorar el diagnóstico y el tratamiento de las vaginosis, la investigación ayuda a entender por qué algunas parejas son infértiles pese a que tanto el hombre como la mujer son fértiles. Según la hipótesis que adelantan Witkin y Ledger, la particular guerra de sexos que tiene lugar en la vagina entre la flora (que se defiende de los invasores) y el semen (que contiene moléculas inmunosupresoras para superar las defensas de la vagina) acaba en algunas parejas con la derrota de los espermatozoides. En estos casos, tanto el semen sería fértil con otra flora vaginal como la flora vaginal con otro semen. Si la hipótesis es correcta, se abriría la vía investigar cómo se puede modificar la flora vaginal para conseguir el embarazo deseado.

CULITO CON CULITO...ASI BIEN PEGADITO

Contra los mitos del sexo anal

Por:
Da igual cuándo y dónde se haya nacido: si usted es terrícola, seguro que alguna vez habrá oído aquello de que “el sexo anal sólo le interesa a los hombres”. O tal vez expresado en otra de sus cizañeras encarnaciones: ¿Por qué a los hombres les interesa TANTO el sexo anal?
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Foto: Guy Bourdain via GuyBourdain.org
El cliché encubre en sí mismo algunos de los mitos más frecuentes que circulan, de generación en generación y de un país a otro, en torno al sexo anal. Tal como los enuncia la gurú del tema, Tristan Taormino, en The Ultimate Guide to Anal Sex for Women:

- Sólo las prostitutas, los pervertidos y los frikis tienen sexo anal
- Sólo los hombres gay tienen sexo anal
- A los hombres heterosexuales que les gusta el sexo anal son en verdad gays
- A las mujeres no les gusta el sexo anal

El disfrute y la práctica del sexo anal no tienen distinciones de sexo, orientación sexual, edad, profesión, clase social, edad o religión. Los guardianes de la moral se han encargado de convertirlo en un tabú, de perseguirlo criminalmente, de fomentar la desinformación o de estigmatizar moralmente a quienes lo practican. También lo hicieron con la masturbación, con el sexo oral y con la homosexualidad, porque a los guardianes de la moral les encanta legislar en “los dormitorios de la nación”, que decía Pierre Elliot Trudeau.
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Foto de Tracey Emin. "Is Anal Sex Legal?", (1998), via TATE
Si estamos ante el último tabú de la vieja guardia, ya va siendo hora de que pasemos a las armas. Por mi parte, nunca desperdicio una oportunidad para decir alto y claro que se trata de una práctica tan común como la masturbación o el sexo oral. Y para muchas y muchos, es incluso mejor.
Volvamos a los mitos. El sexo anal no es un patrimonio exclusivo de los gays. A pesar de lo que se cree comúnmente, se estima que sólo la mitad de los hombres gays lo han probado y menos del 30 por ciento lo practican regularmente, según datos del Dr. Jack Morin, uno de los más respetados expertos en la materia -su libro Anal Pleasure & Health fue un auténtico pionero y está considerado como "la biblia de la salud anal"- y de The Kinsey Institute New Report on Sex de June Reinisch y Ruth Beasley. De hecho, no hay pruebas o evidencias que demuestren que un grupo social en particular definido por su género y orientación sexual practiquen más sexo anal que otro.
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Foto de Ignacio Lozano, via East Village Boys

El hecho de que a un hombre heterosexual le guste el sexo anal (tanto penetrar como ser penetrado) no esconde represiones de una orientación sexual encubierta, ni deseos ocultos. A millones de hombres les encanta recibir estimulación anal, con besos, caricias, lenguas, dedos o juguetes eróticos.

El sexo anal “bien hecho” no sólo no duele sino que se siente rico. Rico no, riquísimo. Además, desata fantasías y sensaciones maravillosas de entrega, sumisión y dominación. Pero, aunque produce unos orgasmos de órdago, no es capaz de cambiar la orientación sexual de una persona.
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Foto de Sandy Skoglund, via My Modern Met
Este mito, alimentado por la homofobia y por las falsas creencias en torno al sexo anal, sigue impidiendo que muchos hombres heterosexuales exploren su sexualidad anal a solas o en pareja. Del mismo modo que el sexo anal “mal hecho” alimenta el mito de que debe doler y sirve de excusa a muchas personas para negarse a intentarlo.
He perdido la cuenta de las ocasiones en que he escuchado, de clientas y amigas, una historia que se repite con estas variantes: estoy esperando que aparezca la persona que lo merezca… lo haré sólo para que deje de insistirme… se lo regalaré si se casa conmigo… sé que me dolerá, pero lo haré por él: no iniciados, nerviosos y presionados por sus amantes o parejas acceden a practicar sexo anal.
El resultado es rara vez feliz y cuando te lo cuentan parece que sonara de fondo música de película de terror: la pareja se lo ha pasado en grande y a ellos les duele. Lo dicen o se callan, pero desde luego se niegan a volver a intentarlo. Y si lo intentan de nuevo, será siempre bajo la presión de la pareja de turno y con un miedo al dolor que en nada propicia la dilatación.
La aparición en sociedad de la mujer que disfruta del sexo anal –curiosa y ávida por iniciarse, atenta a descubrir nuevas técnicas y juguetes, la que lo pide abiertamente y con frecuencia, la que lo disfruta aún más que la penetración vaginal– es un fenómeno más bien reciente, que al parecer no ha sido suficientemente publicitado y cuya visibilidad merece todo nuestro esfuerzo.
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Foto de Samuel Bradley

Curiosamente, quienes sí van ganando visibilidad desde hace unos años son las mujeres que practican el “Date la vuelta, Paco, que me pongo yo”. En inglés, a esta práctica se le conoce recientemente como Bend Over Boyfriend o Pegging, término ganador del concurso propuesto por el consejero sexual Dan Savage para buscarle nombre al asunto.
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Foto de Carlos Nunez, via My Modern Met
Da gusto verles llegar en pareja a la boutique erótica: alegres, decididos y ya emocionados ante la idea de adquirir un arnés y un dildo para que ella lo use con él. Llevo años viéndolo y todavía me alegra el día. En esta pareja ni ella se siente violentada por usar un pene de quita-y-pon, ni él se siente vulnerable o súbitamente marica por desear ser penetrado con un dildo… al fin y al cabo, al otro lado de la silicona está la mujer que desea y que es cómplice de sus deseos.

Ese intercambio de roles, que implica un traspaso de poder y una comunión de intimidad con el otro, es una auténtica bomba de excitación. Y cuando se vive sin miedo y sin prejuicios, nos regala experiencias sexuales trascendentes. Esas que no sólo te alegran el día: esas que sencillamente nos vuelven mejores amantes.

EL CANCER TIENE CURA,PERO MATA

Cáncer, el nombre del miedo

Se lo menciona en un papiro Egipcio y aún nos acompaña: testimonios, datos históricos y científicos forjan Una monumental biografía del cáncer, Esa enfermedad que se niega a morir.

POR Pablo E. Chacon

En la narrativa estadounidense de la posguerra, los enfermos de cáncer son legión, acaso como contrapartida a la relativa estabilidad de ese país que reproducía en las comedias de Hollywood, el american way of life y la explosión de los nacimientos, pocos años antes de la proliferación de freak, disidentes y objetores de conciencia que dieron a las décadas del sesenta y setenta otras coloraturas y estilos.
Piénsese si no en las novelas de John Updike o de James Salter, en la prosperidad urbana, siempre en tensión por una hibridez étnica entre descendientes WASP e inmigrantes que se resuelve sólo en algunas zonas y que se exporta, por la potencia de la industria del espectáculo, como un ideal de convivencia, un lazo social preferentemente moderado, prescindente de las excepciones bohemias de la costa este u oeste, que con el tiempo también encontraron un lugar para sus nidos. En esa especie de Arcadia, el cáncer asaltaba como un asesino serial y perforaba la sociabilidad que la guerra de Vietnam y la crisis del petróleo terminaron por desbaratar, convirtiendo a ese “modelo de tolerancia democrático” en un casino para especuladores financieros y parias sin presente, sin futuro y sin cobertura social de ningún tipo.
El tiempo siguió pasando (y las cosas empeorando) pero el cáncer, caracterizado como un mal urbano, resistió y permanece, está, siempre, omnipresente, amenaza latente, amparado bajo formatos clásicos y otros no tanto, y cifras de afección y morbilidad sorprendentes en un país que concentra la más alta tecnología de punta y la mayor cantidad de especialistas, como es el caso de Siddhartha Mukherjee, el oncólogo que con este libro sobre el emperador de todos los males ganó el año pasado el Premio Pulitzer haciéndose una pregunta que, con toda probabilidad, es la clave de bóveda de la investigación: ¿En qué punto nos encontramos en la batalla contra el cáncer, y cómo hemos llegado hasta aquí? Lo que le ha dado pie para revisar y arriesgar hipótesis y construir una suerte de biografía de una entidad que no cesa de aparecer, desaparecer y reconvertirse, invitando a conjeturar sobre esa dolencia, que podría ser, entre otras cosas, un modo o una variedad, con sintomatologías y cuadros específicos, muchas veces mortíferos, del mismísimo malestar en la cultura.

Mal de todas las épocas

Sin embargo, no convendría estudiar el cáncer como una enfermedad de época. Sucede que los avances sobre su especificidad y la aparición de afectados resultó inversamente proporcional, después de la Segunda Guerra Mundial, al descubrimiento de los antibióticos –la penincilina, el cloranfenicol, la tetraciclina, la estreptomicina, que terminaron con la tuberculosis y la poliomielitis, por ejemplo– que sumados a la mejora de las prestaciones hospitalarias (mil nuevos establecimientos entre 1945 y 1960), condujo a un salto cualitativo en la esperanza de vida de los norteamericanos, de 47 a 68 años. Y después, al resto del mundo.
Las personas no se morían de tuberculosis, infecciones, sífilis o polio, y además vivían más. La pirámide se invirtió. Pero aparecieron otras enfermedades, de la vejez o tercera edad, digamos, y el cáncer, invencible, continuó su tarea, como lo venía haciendo desde tiempos inmemoriales.
“Para las enfermedades infecciosas con carácter de epidemia”, escribe la ensayista alemana Christa Karpenstein, “se pueden distinguir historicidades de época, en las que una enfermedad establece vínculos especiales con regímenes de organización de orden social, prácticas de control, subjetivación, simbolización, conocimiento y cuidado de sí, como Michel Foucault lo ha demostrado para los casos de la lepra y la peste. La historicidad de época de una enfermedad está relacionada, no en última instancia, con su curabilidad manifiesta, es decir, con una revolución en el campo del saber que lleva a prácticas medicinalmente exitosas. En este sentido, habría que sacar al cáncer del catálogo de las enfermedades de época y evocar la sentencia del sabio romano Celsus, que en la época de transición consideraba a la incurabilidad del cáncer como la característica propia de esta enfermedad”. Los números que maneja el biógrafo del rey del terror parecen no dejar margen a la duda: en 2010, unos seiscientos mil estadounidenses y más de siete millones de personas en todo el mundo morirán de cáncer. En Estados Unidos, una de cada tres mujeres y uno de cada dos hombres desarrollarán un cáncer durante su vida. Una cuarta parte de los estadounidenses, y alrededor del 15 por ciento de todos los fallecimientos en el mundo, se atribuirán a él. En algunos países, el cáncer superará a las enfermedades cardíacas como la causa más habitual de muerte.
“Los oncogenes surgen de mutaciones en genes esenciales que regulan el crecimiento de las células. Las mutaciones se acumulan en ellos cuando los (agentes) carcinógenos dañan el ADN, pero también a causa de errores aparentemente azarosos en sus copias cuando las células se dividen. El primer aspecto podría prevenirse, pero el segundo es endógeno. El cáncer no es un defecto de nuestro crecimiento, pero ese defecto está profundamente arraigado en nosotros. Sólo podremos liberarnos del cáncer, entonces, en la medida en que podamos liberarnos de los procesos de nuestra fisiología que dependen del crecimiento: envejecimiento, regeneración, curación, reproducción”, escribe Mukherjee.
Esto es: el cáncer no es una enfermedad sino muchas, que comparten un rasgo: el crecimiento anormal de las células. “Sabemos que el cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola célula. Este es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la división y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se rompen, por lo que esta no puede dejar de crecer”. Y así parasita zonas del cuerpo con células que abusando de la retórica, pueden llamarse “inmortales”, descompensando ese delicadísimo equilibrio que las convenciones sociales llaman salud. Pero a la fecha se desconoce la etiología de ese desencadenamiento, y también la causa de la formación de tumores. En este punto, la biomedicina actual plantea tratamientos caso por caso: el cáncer adopta todas las máscaras posibles, es silencioso, sibilino, puede remitir o retornar, y es mortal. Despachar la cuestión por medio de expedientes psicosomáticos es un placebo previo a un sistema de cuidados paliativos.
El doctor Mukherjee no está haciendo una declaración de principios o una predicción sino una constatación. Pero para llegar a ese punto, el camino que ha tenido que recorrer es largo, sinuoso, lleno de trampas y de ilusiones, siendo las ilusiones quizás uno de los peligros más difíciles de sortear porque las condiciones de producción de la enfermedad aparecerían, tomadas al pie de la letra, como la cifra de un destino.
Este texto, con todo, también está escrito contra esa certeza.

La enfermedad del saber

Es un lugar común de los obituarios o las necrológicas de apuro leer que alguien ha pasado a mejor vida “después de una larga y penosa enfermedad”. Esa larga y penosa enfermedad es el cáncer, y según la formidable cantidad de testimonios que ha reunido este oncólogo que consiguió escribir un libro que interesa e informa tanto al especialista como al lego, el emperador de todos los males sigue siendo, aún en la época del desciframiento del genoma, un estigma, una marca social indeleble, y un soporte de prejuicios casi indestructibles. Pero también ha permitido –incluso por esas mismas razones– trabajar a fondo, armar dispositivos sanitarios, unidades de investigación y modelos teórico-prácticos menos optimistas que eficaces, sobre todo en el campo de la prevención.
Mukherjee revisa cada legajo, cada artículo, todos los libros, conoce los textos de Hipócrates, sabe que los métodos arqueológicos contemporáneos han detectado un osteoma, un tumor maligno, en los restos de un esqueleto de un dinosaurio de 50 millones de años. Conoce los métodos egipcios para tratar la enfermedad mediante pastas medicinales, y los métodos de amputación babilonios. Y nomás empezar a escribir, reconoce que todo lo que sabe (y lo que no sabe) debe agradecérselo a sus pacientes, a los sobrevivientes y a los que se quedaron en el camino. Y también sabe que en 1858, Rudolf Virchow transpone la medicina del cáncer a los procesos bioquímicos de la célula. Y que por entonces los conocimientos de los patólogos no alcanzaban, como no alcanzan tampoco hoy, aunque se esté más cerca, sin saber muy bien más cerca de qué. Entonces decide guiarse por un caso (un cáncer de mama) y por el inexplicable altruismo del “quimioterapeuta” Sidney Farber –dedicado a la leucemia infantil– y a su socia, Mary Lasker, en la campaña que se disponen a emprender: conseguir dinero público, asistencia técnica y publicidad para dar voz al cáncer y sacarlo de las mazmorras donde los enfermos lo único que podían, además de someterse, con suerte, a sesiones de radioterapia y quimioterapia, era esperar la muerte. Avanza el biógrafo y aclara que la técnica de diagnóstico que implica la detección precoz por medio de mamografías es un avance importante, que redujo un 28 por ciento la morbilidad de las mujeres, y que se complica cuanto más pasa el tiempo, y se complica más todavía porque –extraño hereje el cáncer– no se deja medir, ni siquiera por métodos genéticos, en grandes poblaciones. Por supuesto, mejor prevenir que curar; mejor hacer campañas de marketing sobre la necesidad de controles periódicos que no hacerlas; y mejor que aterrorizar a los sujetos con causalidades jamás probadas (el fumar es perjudicial para la salud), es reivindicar el derecho a hacer uso, abuso o nada con el cuerpo de uno, siempre que no comprometa a terceros.
Estamos hablando de medicina, no de moral: reclamar la diferencia para tener derecho a la indiferencia implica detener toda imputación de éxito o de fracaso a una singularidad. El sufrimiento no es unívoco. Ese detalle al capitalismo jamás le importó. Y es justamente ese detalle el que tienen en cuenta Farber y Lasky cuando consiguen concientizar a amplios sectores de la sociedad de que el cáncer no es una maldición sino una contingencia y que se necesita todo el dinero que sea posible para estudiar y estudiar qué hacer, cómo entender las “razones” de una célula que “decide” no “morir” y matar, a la larga o a la corta, a su portador.
Así, el cáncer alcanza una extraña popularidad, casi romántica, durante los sesenta y los setenta, edad de oro del estado benefactor, cuando la juventud (y la técnica, y la publicidad) decide la muerte de la familia y en la cual, según el doctor que pasa siete años escribiendo este libro bajo un epígrafe de su admirada Susan Sontag, supone que hay tres factores determinantes para la formación de ese nuevo contexto: el aumento de la esperanza de vida; la precisión de los diagnósticos; y el estigma de incurabilidad, que no logra quebrarse ahora, ni antes con las versiones “ambientales”, la de Alexander Solzhenitsin en El pabellón de los cancerosos , por ejemplo, o la de la propia Sontag en La enfermedad y sus metáforas , o la de Fritz Zorn en Marte , una implacable denuncia de la burguesía como máquina de represión de las pulsiones que vale más como crítica sociológica que como documento médico, acaso demasiado contaminado por las libertades (condicionales) que dispensaban entonces Wilhelm Reich y Herbert Marcuse.
En otras palabras, “el cáncer se convierte en el efecto de un autodesarrollo deficiente, de una vida sexual poco satisfactoria y de una falta de conciencia del propio cuerpo, una falta de impulso depresiva, de la alienación y el bloqueo de la capacidad de expresión, del duelo insuficiente después de pérdidas”, dice Christa Karpenstein, ubicando al mal en el orden de la culpa y de la autorresponsabilidad, obligando a una higiene espiritual y física de pronóstico reservado, casi como una debilidad de la que habrá que reponerse o precisamente, responsabilizarse de las consecuencias. Ese es el orden simbólico donde está inscripto el cáncer, a la par que los biólogos empiezan sus trabajos con los especialistas en genética para relanzar otro paradigma, el actual, donde si bien las esperanzas de derrotar al emperador no se han perdido, el abordaje cambia radicalmente.
Escribe Mukherjee: “La guerra contra el cáncer estará mejor ganada si redefiniéramos el concepto de victoria”. Se ganarán batallas, se perderán, se ganará calidad de vida de algunos y se retrasará la muerte de muchos. ¿Eso justifica una investigación sobre el papel de las tabacaleras, los laboratorios, el poder político y mediático? Seguro que sí, pero poniendo a resguardo la responsabilidad del enfermo. Porque este libro fundamental para entender cuánto se sabe sobre el cáncer y si hay algo más que saber o si bien ya se ha llegado a un límite que compromete a la estructura misma del discurso de la ciencia y a la capacidad inmunológica de los humanos, es imposible evaluarlo. Tanto como continuar investigando sobre el trazado que deja ese saber que no sabe que sobre un cuerpo la muerte no deja más escritura que la que puede leer un forense.