lunes, 17 de diciembre de 2012

Publicado por Miguel Jara el 16 de diciembre de 2012
El médico Enrique Gavilán, me envía un artículo, que ha escrito a petición mía, políticamente incorrecto y cargado de razones.
Cada 2 años, las 72 mujeres de entre 50 y 69 de Galisteo de la Sierra reciben una carta del gobierno autonómico. A la hora y el día fijado, la mayoría de ellas se van acercando a la plaza del pueblo, al lado del consultorio médico, donde queda aparcado el mamobús. Sin mediar información ni consentimiento alguno, las mujeres van pasando una a una, como corderas, para que la máquina les estruje las mamas buscando imágenes que puedan ser sospechosas de ser malignas. Al cabo de unas semanas, todas ellas van a su médico a preguntarles los resultados; la mayoría de ellas, por fortuna, son normales.
Pero Rosa ha leído algo acerca de que la prueba no es infalible. Que algunas veces se detectan lesiones que posteriormente se descartan sean de nada malo (falso positivo) y otras tantas ocasiones se observan tumores de tan baja carga letal que la mujer termina muriendo de otras cosas diferentes al cáncer de mama (sobrediagnóstico). Desconcertada, cuando va al médico a que le diga los resultados de la mamografía, le pregunta sobre datos concretos: ¿qué probabilidad hay de que la mamografía falle?
El médico de Rosa tampoco da crédito. Sabe que ninguna prueba es 100% válida y fiable, pero conserva la noción, “desde siempre”, de que el cribado del cáncer de mama es “bueno”, sin más. ¿Por qué? Simplemente porque como el programa de cribado de cáncer de mama viene “desde arriba hacia abajo”, lo acata, sin plantearse su validez (sesgo de autoridad). Además, casi toda la información que le llega, ya sea a través de medios de comunicación general como de revistas científicas, repite sin cesar y sin apenas autocrítica las bondades de estos programas, silenciando las escasas publicaciones que se atreven a cuestionar con datos su infalibilidad (sesgos de publicación y de citación).
Esta actitud de “dejarse llevar por la corriente” es la más cómoda. Entre otras cosas porque los programas de cribado como éste están en la periferia de la relación clínica, es decir, se realizan fuera de la consulta médica, y por tanto son impersonales (y por tanto, “nadie tiene la culpa” cuando algo no va como se espera). Además, nadie pone en duda que estas labores de salud pública llevadas a cabo por las instituciones sanitarias son bienintencionadas, se hacen “por su salud”, lo cual aleja toda posibilidad de autocrítica (sesgo del sombrero blanco).
Rosa se va a casa sin la información que demandaba. Sigue sin saber qué es lo que pretende la prueba, ni qué probabilidad hay de que falle o acierte, ni las consecuencias de que eso ocurra, ni los riesgos o problemas que puede ocasionar el test. Se siente defraudada porque cree que ya es mayor para tomar de forma autónoma sus propias decisiones y que en esta ocasión no ha podido hacerlo.
Se siente pequeña en comparación con el aparatoso sistema de la autoridad sanitaria, que en vez de velar por su salud individual parece más preocupada por hacer brillar un indicador “de calidad”. Y se siente que ha sido empujada por una fuerza superior, que la arrastra sin casi percatarse.
En realidad, Rosa no ha sido más que una víctima de una especie de paternalismo suave, que es bienhechora, que no es agresiva y que en apariencia respeta la libertad individual, pero que no deja de ser coercitiva. Es lo que se ha dado en llamar “paternalismo libertario”. Dicen algunos que el cribado del cáncer de mama es un buen ejemplo de ello. Por algo será…