jueves, 28 de marzo de 2013

El mayor mapa genético del cáncer

El genoma de los grandes tipos de tumores revoluciona el conocimiento de la enfermedad

Los investigadores logran catalogar las mutaciones no heredadas

Célula de cáncer de mama. / age fotostock
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Ningún oncólogo cree a estas alturas que el equivalente moderno del doctor Fleming vaya a descubrir la penicilina contra el cáncer, algún tipo de fármaco o procedimiento médico de aplicación general que suponga el verdadero vuelco en el tratamiento antitumoral, que convierta al matarife en una enfermedad curable o, al menos, crónica y controlable. No va a haber una penicilina del cáncer, y ya nadie la está buscando.
Pero la mitad de los cánceres ya se curan, como repite sin cesar cualquier oncólogo. Y la guerra contra la otra mitad se está librando ahora mismo en dos frentes esenciales. Uno se refiere al tema eterno del diagnóstico precoz, que pese a sus orígenes prehistóricos no ha perdido un ápice de importancia en nuestros días. Y el otro es la genómica, el nuevo cuerpo de conceptos y tecnologías del ADN que está revolucionando la biología en su conjunto, y la investigación del cáncer en particular.
Fuente: Science. / EL PAÍS
Con ser una disciplina nueva, la genómica del cáncer va cumpliendo un decenio y ha vertido ya un Iguazú de nuevos conocimientos sobre la oncología, siempre sedienta de ellos. Los primeros esfuerzos en genómica del cáncer se centraron en las mutaciones heredadas que confieren una alta propensión a la enfermedad. Este tipo de alteraciones heredadas (o mutaciones de la línea germinal, en la jerga) son al fin y al cabo la gran especialidad de la genética desde sus orígenes en el huerto conventual de Gregor Mendel.
Pero el gran avance de las técnicas de secuenciación de ADN —y sobre todo su acelerado abaratamiento— ha permitido ahora catalogar las mutaciones somáticas (no heredadas, sino surgidas en el cuerpo del adulto) que dirigen el crecimiento de los principales tipos de tumores. Los grandes cerebros del sector dan cuenta del estado de la cuestión en cuatro artículos de la revista Science y dos números especiales de su subsidiaria Science Signalling. Los datos revelan un filón de nuevas vías abiertas para el tratamiento de los principales tipos de tumores.
Uno de los grandes problemas de la lucha antitumoral, se dice a menudo, es que el cáncer no es una enfermedad, sino 200 distintas. Esta es una de las razones de que nadie espere la píldora del doctor Fleming, y el alud de datos de la genómica moderna ha empeorado aún más el cuadro. La primera impresión que ofreció ese atracón de secuencias genéticas (gaatgtta…) fue que no solo había 200 enfermedades distintas, sino que encima cada enfermo es un mundo.
Cuatro trabajos en ‘Science’ revelan un filón de vías abiertas
Pero los conceptos generales han empezado a emerger de esas pormenorizadas espesuras, y con ellos las nuevas estrategias para el tratamiento. La historia de la ciencia muestra que el entendimiento es el prólogo de la esperanza.
“Hace 10 años”, dicen Bert Vogelstein y sus colegas del Instituto Médico Howard Hughes en Baltimore, “la idea de que todos los genes alterados en el cáncer pudieran ser identificados con la resolución de un par de bases habría parecido ciencia ficción”. Lo del “par de bases” no es una concesión de Vogelstein a la indeterminación literaria. Es la mayor precisión que se puede alcanzar en biología: detectar, entre los 3.000 millones de letras del ADN que contiene cada una de nuestras células, una errata en una sola letra que tiene efectos cancerosos.
Ese análisis de amplitud genómica ahora no es solo posible, sino incluso una mera “rutina”, en palabras de Vogelstein, en los laboratorios avanzados de investigación oncológica que salpican el planeta. Vogelstein, premio Príncipe de Asturias en 2004 por sus contribuciones a la genética del cáncer, es también uno de los grandes pioneros de la genómica del cáncer, o aplicación de las nuevas tecnologías de secuenciación (lectura) del ADN a la lucha contra esa enfermedad (o esas 200 enfermedades distintas). Quizá no sea casual que su primera licenciatura no la obtuviera en Biología, sino en Matemáticas.
El abaratamiento de las lecturas de ADN ha facilitado los progresos
Por poco científico que suene, los costes han sido la cuestión capital para este progreso. Cuando se empezaron a estudiar los primeros genomas del cáncer —que fueron los de colon y mama, hace unos 10 años—, secuenciar un tumor de cada paciente costaba unos 100.000 dólares (78.000 euros al cambio actual); el coste ronda ahora los 1.000 dólares (780 euros).
Como consecuencia, las investigaciones que presentan de una tacada los genomas de 100 tumores de cierto tipo (mama, piel u otros tejidos) “se han convertido en la norma”, según los genetistas del Howard Hughes. El diluvio de datos es abrumador y no tiene el más remoto precedente en la investigación oncológica. Los investigadores esperan que ese salto cuantitativo ascienda a cualitativo en los próximos años. Ya lo es para el conocimiento del cáncer y el objetivo es que pronto lo sea también para el tratamiento.
La genómica ha descubierto que los principales cánceres humanos se deben a la acumulación de unas pocas mutaciones —entre dos y ocho— que se van sumando serialmente a lo largo de 20 o 30 años. Alguna de esas mutaciones puede venir puesta de nacimiento, confiriendo a esa persona una alta propensión a desarrollar uno u otro tipo de tumor, o incluso cualquier tipo de tumor.
Pero lo habitual es que las mutaciones surjan a lo largo de la vida del individuo, y en algunos cánceres la causa no puede estar más clara. Es el caso del humo del tabaco para el cáncer de pulmón, o el de la radiación ultravioleta de la luz solar para el cáncer de piel. Estos dos cánceres, de hecho, son algunos de los que más mutaciones exhiben de todos los examinados por la genómica. A lo largo de los 20 o 30 años que tardan en desarrollarse, estos tumores se benefician grandemente de la persistencia en los hábitos fumadores o solariegos de sus portadores.
La mayoría de los cánceres dependen de unas pocas mutaciones
Esas pocas mutaciones (de dos a ocho) que se acumulan durante dos décadas son cancerosas en un sentido muy explícito: cada una de ellas, por sí misma, incrementa el ritmo de división celular (o reduce el de muerte celular, o ambas). La célula que sufre la mutación adquiere así una ventaja competitiva sobre sus células vecinas. Aun cuando la ventaja sea pequeña en cada generación celular, su efecto acumulativo a lo largo de los años suele producir un clon de células mutadas en algún órgano del paciente.
Una peca es un ejemplo intuitivo de uno de estos clones (recuerden que la piel es un órgano), y también ilustra el hecho de que una sola mutación no suele ser maligna. Lo que sí genera es un campo amplificado de células sobre las que sembrar la siguiente mutación. En estas condiciones, no hace falta postular ningún mecanismo especial para la acumulación de mutaciones en una sola célula. El viejo y venerable azar se basta por sí solo para acabar complicando las cosas.
Por desgracia —y como cabía esperar, por otro lado— esas dos u ocho mutaciones críticas no son las mismas en todos los cánceres. Con algunas excepciones, tienden a ser específicas de cada tipo de tumor. Esta es la razón de que no haya ocho genes del cáncer, sino 140. Son lo que los investigadores llaman genes conductores, genes cuyas alteraciones (mutaciones) confieren a la célula que las sufre una ventaja selectiva en su competitivo vecindario celular, y que por tanto dirigen o conducen el desarrollo del tumor.
El término conductores sirve para distinguirlos de la vasta mayoría de genes que aparecen mutados en cualquier tumor, que son meros pasajeros: alteraciones oportunistas que se ven amplificadas en el cuerpo por el mero hecho de que ocurren en el mismo genoma —en el mismo autobús— que las mutaciones en los genes conductores.
La clave de los tumores está en una docena de sistemas biológicos
E incluso esa cifra algo abultada de 140 genes conductores esconde una simplicidad subyacente que permitirá en el futuro inmediato, si no lo está haciendo ya, concentrar los focos en las tácticas farmacológicas más prometedoras a corto plazo. Porque esos 140 genes son componentes de solo 12 sistemas biológicos muy bien caracterizados en las células humanas.
Son los sistemas de transmisión (transducción de señal, en la jerga) que comunican el entorno de la célula —qué hormonas circulan por la sangre, o qué andan haciendo las células vecinas en ese momento— con su sede central de inteligencia: el núcleo celular donde el genoma reside, se replica, brega con el estrés y ocasionalmente muta.
En un organismo multicelular como el lector, es este avanzado sistema de comunicaciones entre las partes de una célula el que determina su destino: cuándo debe dividirse o morir, si se debe convertir en una neurona o una célula de la piel o, por el contrario, preservar su naturaleza inmadura de célula madre para seguirse dividiendo sin comprometerse a un destino o a otro.
En ocasiones, si ha de dividirse más deprisa que las demás. Ahí está la esencia molecular del cáncer, y posiblemente —esperan los genetistas— su talón de Aquiles.
De este modo, la genómica, que empezó complicando las cosas más de lo que ya lo estaban en la investigación del cáncer, ha empezado a pagar su deuda con la simplicidad, o con la esperanza de que haya algunos principios generales bajo la espesura de lo prolijo. Pese a que cada tumor, incluso en comparación con los de su mismo tipo y subtipo, sea un mundo con un paisaje genético único e irrepetible —y en ese sentido un producto de la historia—, los sistemas de comunicación intracelular afectados son similares en distintos tumores, e incluso entre distintos tipos de tumor.
“En el futuro”, dicen Vogelstein y sus colegas, “el mejor plan de gestión para un paciente con cáncer estará basado en un análisis del genoma de su línea germinal (el que ha heredado de sus padres) y el genoma de su tumor”. Y el futuro empieza hoy.

Mensaje para investigadores

EMILIO DE BENITO
El mapa de las mutaciones asociadas a cada cáncer da una muestra de su extraordinaria variabilidad. No es solo que el tumor de mama no tiene nada que ver con una leucemia. Es que dentro de cada tipo hay varios subtipos. Y cada uno de estos necesita una terapia específica. Esto llega al extremo en uno de los más estudiados por ser el más frecuente en hombres, el de pulmón. Ya los propios autores de los trabajos que publica Science distinguen entre los tumores de células pequeñas y los de no pequeñas.
Estas diferencias son cruciales en el diagnóstico y el tratamiento. Los oncólogos médicos ya defienden abiertamente que ante un diagnóstico de cáncer, lo primero que habría que hacer sería un estudio genómico del paciente.
¿Es caro? Según se mire. A menos de 800 euros por persona puede resultar mucho más barato que una cirugía, una quimioterapia o un tratamiento de última generación a base de fármacos de origen biológico. Y tiene una doble ventaja: al sacar la huella dactilar del cáncer, se sabe exactamente qué tratamientos hay que suministrar. Es lo que se denomina terapia personalizada, ya que depende de los genes de cada uno (aunque luego, en la práctica, lo que se haga sea meter a cada paciente en un grupo con las mismas mutaciones). Esto es bueno para el paciente, que se va a beneficiar de lo más adecuado. Pero esto, además, es bueno también para el sistema sanitario. No tiene sentido gastar dinero (y hablamos de miles de euros) en dar una quimioterapia oral a una persona cuyos genes están preparados para eludir su efecto. Mucho menos cuando al hacer esto muchas veces hay que acompañar la medicación de otras pastillas para los efectos secundarios (náuseas, anemia, malestar). Y eso es más gasto.
Los trabajos publicados en Science tienen otra ventaja. Al establecer que un puñado de mutaciones intervienen en la mayoría de los cánceres, las sitúan en la diana de los investigadores. Es por donde conviene empezar.

Cerebro de delincuente

Las técnicas de neuroimagen identifican un área relacionada con la propensión a saltarse la ley

Los científicos discrepan sobre la genética del comportamiento humano

El mapa del cerebro todavía es un arcano. / getty
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Los 96 reclusos forman en fila india. Es su último día en prisión, pero antes de salir a la calle tienen que pasar por una última prueba: el detector de futura criminalidad. De uno en uno entran en la sala donde los médicos les colocan una especie de casquete. Sentados frente a un ordenador, los todavía reos tienen que responder a preguntas y usar unos videojuegos. Parece un examen del carné de conducir. Pero no les vale haberse entrenado ni saberse las respuestas. Al otro lado del cristal, un monitor va procesando sus estímulos cerebrales. Al ver los resultados de uno de ellos en pantalla, el doctor Khiel lanza una mirada cómplice al alcaide: “Este”, apunta. No necesita decir más. El director de la cárcel se vuelve hacia su ayudante: “Toma nota. El recluso 4.567 quedará libre, pero con vigilancia especial. Antes de que pasen cuatro años lo volveremos a tener aquí”. No es una película. Y, si lo fuera, no sería muy original, porque Spielberg, en su adaptación del relato Minority report de Philip K. Dick (1956), ya usó un argumento similar. Pero si quisiéramos hacer una nueva versión de la película, la frase de que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia” no se podría usar. Más bien, para ser justos con los derechos de propiedad intelectual, en los títulos de crédito debería figurar otra que dijera: “Basada en una historia sacada de Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) en su versión recogida por Science y Nature”. No es poca cosa como fuente de inspiración: se trata de tres de las publicaciones científicas más importantes del mundo.
Las bases reales de este supuesto guion se están escribiendo en estos momentos. Las pruebas de neuroimagen son una herramienta cargada de posibilidades entre los investigadores. En este caso se utilizaron para medir la probabilidad de reincidir de un grupo de convictos. Y en ciencia, ya se sabe, después del primer paso vienen los demás. Y la idea de predecir el comportamiento —más aún el criminal— por métodos científicos es tentadora. Ya lo intentó Cesare Lomboso en el siglo XIX, con su intento de identificar y clasificar a los delincuentes en particular o a las personas en general por su aspecto. La teoría, nunca comprobada, tuvo bastante éxito, y sus coletazos llegaron hasta Antonio Vallejo Nájera e incluso a Gregorio Marañón. El franquismo en España intentó usar algo similar para identificar a rojos y otros desafectos, con sentencias en las que “la mirada” o “el prognatismo” se asociaban a comportamientos perseguibles.
En este caso, se utilizó neuroimagen para ver qué pasaba en una diminuta porción del cerebro, el córtex del cíngulo anterior (CCA). En concreto, los investigadores de la ONG Mind Research Network de Albuquerque (Nuevo México) consiguieron el permiso para estudiar el cerebro de 96 hombres justo antes de salir de prisión. Los sometieron a una serie de preguntas y pruebas en las que tenían que poner en juego su sistema de toma de decisiones o inhibir sus respuestas más impulsivas. Con la resonancia magnética midieron la actividad del CCA de cada uno durante el proceso.
Esta fue solo la primera parte del ensayo. Aunque todos habían sido condenados y todos respondían a los mismos estímulos, la actividad del CCA era variable. En unos se detectaba el aumento propio de un funcionamiento acelerado; en otros, nada.
Un estudio con 96 presos identifica alteraciones asociadas al crimen
El experimento se completó con un seguimiento de la reincidencia de estos voluntarios durante cuatro años. Y el resultado llegó al cruzar los datos de aquella primera prueba de neuroimagen con su registro delictivo: aquellos que mostraban una menor actividad en el CCA tenían unas tasas de reingreso en prisión 2,6 veces mayor que los demás. Más aún: la proporción subía a 4,3 veces si se tomaban solo delitos no violentos. Y todo ello después de descartar el efecto en el futuro comportamiento de los investigados de factores como la adicción a sustancias.
El supuesto doctor Khiel de la historia (un nombre no tan ficticio porque Kent Khiel es el neurólogo de la ONG que ha dirigido el trabajo) tenía, por tanto, una base seria para advertir al alcaide del riesgo potencial de quienes iba a poner en libertad.
La tentación inmediata de esta historia sería hacer la prueba de la neuroimagen a todo el que vaya a dejar la cárcel. En función del resultado, ya se sabría a quién habría que poner especial vigilancia. Quizá, llegado al extremo, se podría pensar en no excarcelarlo. Aún más, siguiendo el giro que dio Spielberg a la historia, ni siquiera habría que esperar a que las personas delincan por primera vez: se les podría detener antes de que lo hicieran. Pero los propios autores del estudio descartan que esto pueda usarse tal cual. Con los pies en la tierra, Khiel, el neurólogo real que ha dirigido el trabajo, es categórico: “No es algo para aplicar ya”.
Sin embargo, el estudio no deja indiferente a los científicos. Miquel Bernardo, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica (SEPB), empieza por destacar la importancia de las publicaciones en las que se ha presentado. No es un guion destinado a consumo masivo y a ser disfrutado con un cubo de palomitas. Pero, en su papel de representante del mundo de la ciencia, a renglón seguido, advierte contra la traslación tal cual de los resultados de las técnicas de neuroimagen. Estas “han creado expectativas muy esperanzadoras y optimistas para la predicción y tratamiento de conductas y enfermedades mentales”, pero este entusiasmo “va por oleadas” y “ahora se está enfriando”, advierte, de una manera similar a lo que ocurrió con el Proyecto Genoma de hace más de 10 años, que causó una fiebre por identificar genes relacionados con todo, desde obesidad a autismo, y ahora mismo esas informaciones, valiosas sin duda, pasan ya desapercibidas.
La tentación sería aplicar estos métodos con fines de orden público
Lo ideal, indica el experto, sería que se pudiera asociar un área del cerebro de manera unívoca a una conducta, pero el comportamiento humano es tan complejo que eso no es posible, por lo que todos estos estudios hay que tomarlos como “ayudas o pistas”, pero “nunca de manera definitiva”, dice Bernardo. “Lo que está claro es que en el cerebro está el sustrato de la conducta humana”. Con algo más de poesía, el neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás decía en una entrevista concedida a este periódico en 2009 que “el alma está en el cerebro”.
Según este estudio, la variación en la actividad cerebral puede asociarse a la comisión de delitos pasados o futuros, pero la psicóloga forense Rocío Gómez Hermoso cree que tal y como este está diseñado el estudio no sirve para discriminar si la neuroimagen refleja una causa o un efecto. “Si es un efecto del comportamiento anterior, no serviría de nada”.
Lo que está detrás de estos intentos es la base de las disquisiciones sobre el comportamiento humano desde hace 30 siglos: si nacemos de una manera o nos hacemos. Se puede aplicar a prácticamente todo: inteligencia, orientación sexual, propensión a delinquir, bondad —el hombre como lobo para el hombre de Hobbes o el buen salvaje al que la sociedad corrompe de Rousseau— o la creatividad. Trasladado al lenguaje de hace medio siglo, es el debate entre genotipo, lo innato, y fenotipo, lo adquirido. Santiago Ramón y Cajal lo complicó todo más y lo llevó al mundo más científico al describir la plasticidad del cerebro: este determina lo que hacemos, pero cambia según lo que nos pasa.
Desde su desarrollo, la neuroimagen se ha usado para medir qué pasa en el cerebro en todo tipo de situaciones: al sentir hambre o ira, al estar sano o enfermo, al leer, al recordar, al conducir, y también en otras donde parece que el aparataje necesario (una especie de secador de pelo que es el encargado de medir qué partes del cerebro se activan —o no— en cada momento) es más complicado de aplicar, como al practicar sexo o arbitrar un partido de fútbol.
Una psicóloga forense descarta el ensayo frente a las técnicas actuales
Obviamente, Khiel no había elegido estudiar el CCA al azar.Ya en pruebas más generales se había visto que el CCA, como indica en un artículo John Allman, del California Institute of Techonology (Caltec), era un área de “interfaz entre la emoción y el conocimiento”, con competencias sobre el “autocontrol emocional, la resolución de problemas, el reconocimiento de errores y una respuesta adaptativa a condiciones cambiantes en yuxtaposición con las emociones”. Por todo esto, no se ha estudiado todo el cerebro. La elección del área sobre la que se investigó, el CCA, es lógica. “Está relacionada con la impulsividad y el autocontrol”, resume Bernardo. “Una desregulación de este área significaría vulnerabilidad ante cierto tipo de conductas”, añade.
No es que los científicos tengan especial predilección por el CCA (aunque su riqueza potencial lo justificaría). Cada emoción y actividad se corresponde con una o varias zonas del cerebro, desde respirar a pensar en física cuántica. O, al menos, eso es lo que creemos. Y es que el sistema neurológico es, seguramente, el más desconocido del cuerpo humano. Su núcleo, encerrado por los fuertes huesos del cráneo, es el cerebro, el órgano más misterioso. Resulta casi imposible de manipular en vivo. Como si se le pudiera aplicar el principio de incertidumbre de Heisenberg, medirlo implicaría alterarlo. Y de ahí el auge de las técnicas de imagen, como la resonancia, que son las que más se acercan a ver cómo funcionan sus engranajes sin tener que entrar dentro de él.
Por eso, Bernardo cree que la lectura positiva que se puede sacar de este trabajo, más que lo “exótico” de sus planteamientos —el juego mental sobre el posible guion que saldría de la historia—, es que se avanza en dirección hacia unos “nuevos biomarcadores”. Si en otras enfermedades, como el cáncer, se buscan proteínas o células que indiquen lo que le pasa al paciente, en el caso de las enfermedades mentales las técnicas de imagen pueden ser un agente fundamental, “y no solo para predecir conductas, sino, más importante, para definir tratamientos”, añade el psiquiatra. “Tiene una utilidad funcional y estructural para validar diagnósticos, tratamientos y efectuar pronósticos”.
Centrada en el trabajo, Rocío Gómez Hermoso, psicóloga forense desde 1995, señala las debilidades que ve en el estudio. Aunque reconoce lo atractivo que puede resultar, “concluir algo de un trabajo tan incipiente es problemático”, afirma. Para la psicóloga de vigilancia penitenciaria, hay tres inconvenientes grandes en el artículo. “Son solo 96 personas, que son pocas, solo se las sigue durante cuatro años y falta comparar con el resultado que darían en la prueba personas que no hubieran estado en prisión”. “Tampoco sabemos la tipología exacta ni a violencia de sus delitos”. “De hecho, los propios autores reconocen que no saben cómo pueden influir otros elementos”, indica la psicóloga.
La resonancia es más útil para seguir tratamientos, dice un psiquiatra
Contra los fuegos artificiales de una tecnología muy llamativa pero con resultados controvertidos, Gómez Hermoso ofrece la realidad del día a día de su trabajo. “Estamos haciendo un estudio con 150 personas que hemos evaluado, y hemos acertado —tanto para indicar que van a reincidir como que no— en el 96% de los casos”.
Para ello, Gómez Hermoso y su equipo han recurrido a la metodología tradicional: “Medir mediante entrevistas, la observación y las guías de valoración, básicamente la asunción de la autoría y su responsabilidad; analizar si existen o no rasgos psicopáticos”. Por eso, asegura: “Ni tenemos el equipamiento para hacer esas mediciones de neuroimagen, ni lo necesitamos”.
O, por lo menos, no lo necesita de momento.

SERÁ HdP ESTA TIA...

“De una terrible violación sacas algo bueno: un hijo, un don de Dios”

Una profesora del CEU--Universidad del integrismo católico-- carga contra el aborto y la homosexualidad en una clase de Periodismo

El Facebook del centro privado se llena de comentarios y críticas

“Aunque tu marido te sea infiel, la verdadera prueba de amor es seguir amándole con lágrimas en los ojos, como Jesús lloraba en la cruz”. Esta frase y otras como “las mujeres maltratadas no deben separarse porque eso es amor”, o “el aborto en el caso de violación no es tolerable porque dentro de lo terrible de la violación sacas algo bueno, que es un hijo, un don de Dios”, colmaron este martes la capacidad de aguante de buena parte de los alumnos de la clase de Doctrina Social de la Iglesia que impartió ayer Gloria Casanova, profesora de la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Moncada (Valencia).
Desde esta mañana, el Facebook de este centro privado se ha ido llenando de comentarios y críticas a propósito de la noticia publicada por EL PAÍS. La profesora ha declinado hablar con este periódico.
“Ha sido intolerable, clases así no se pueden aguantar”, relató a este diario uno de los universitarios que se encontraban en el aula y que recogió las manifestaciones de Casanova, que también da clases en la Universidad Católica de Valencia.
La asignatura es obligatoria hasta tercero de Periodismo. Los alumnos que asisten a las clases de esta docente están acostumbrados al tono de sus lecciones, constantemente escoradas hacia las posturas más conservadoras de la Iglesia. Este martes, el tema versaba sobre la homosexualidad y el matrimonio gay. Y, según varios testimonios, Casanova dio una vuelta de tuerca a su discurso habitual. “Se ha pasado de la raya, hubo gente que salía ofendida de la clase porque no podía soportarlo más”, relata otro alumno.
Entre los comentarios con los que aderezó la lección —toda hablada, no hay libro de texto— también indicó la existencia de supuestos estudios “que demuestran que los niños de padres homosexuales tienen más trastornos de personalidad” o que la homosexualidad “se puede reconducir”. Este diario trató, sin éxito, de obtener la versión de la docente.
La consejera de Educación, María José Catalá, ha sido preguntada esta mañana en un acto por la polémica que ha suscitado la clase de la profesora del CEU y ha enmarcado el asunto en la "libertad de cátedra".
"Entiendo que no dejan de ser opiniones de una persona dentro de su libertad de cátedra, ejercitada en su actividad docente en la Universidad", ha señalado Catalá. La consejera ha añadido que "evidentemente" no comparte algunas de las afirmaciones, pero respeta "mucho la libertad de cátedra", y ha destacado que se trata de opiniones efectuadas por una persona "en un determinado momento, de forma acertada o no acertada".
La Universidad Cardenal Herrera-CEU ha reaccionado al revuelo con un comunicado en el que asegura que el centro "fomenta el debate plural y la reflexión entre alumnos y profesores y acoge todas las opiniones que se expresan desde el respeto al ideario del centro". Según señala, "la atención y escucha a los estudiantes es una prioridad para esta Universidad (que ofrece numerosos canales donde debatir propuestas y plantear ideas y opiniones), al igual que cultivar el espíritu crítico de los alumnos y fomentar sus propias reflexiones". "El debate suscitado anima a la Universidad a impulsar un foro universitario donde conocer y reflexionar sobre la Doctrina Social de la Iglesia", concluye.
Los partidos políticos también han opinado sobre la cuestión. El diputado autonómico de Compromís Fran Ferri ha registrado hoy en las Cortes Valencianas una pregunta parlamentaria en la que pide al Consell que "tome medidas que garanticen los derechos fundamentales de los alumnos en toda la actividad docente que se imparta en el territorio valenciano".
Además, la diputada de Esquerra Unida Esther López Barceló ha enmarcado las afirmaciones de la profesora en un "discurso integrista, ofensivo, homófobo y patriarcal". Según ha criticado en un comunicado, estas afirmaciones son "execrables" que "retrotraen a la Edad Media", además de "muy peligrosas y cuestionan el camino recorrido en materia de igualdad"




El pensamiento de los Legionarios de Cristo,Kikos,opusdeistas y otros  católicos enquistados en la Banca y el gobierno español muestra la calaña de esta gentuza.
Podriamos encerrarla con tres o cuatro arabes fundamentalistas que durante un par de dias la violen y quizás cambie de idea...