domingo, 2 de agosto de 2015

Tribulaciones de un hombre en el diván

Por   | LA NACION
Mi analista suele decirme que busque dentro de mí a un hombre posible, no a un hombre perfecto. Es un razonamiento inteligente y generoso, y suelo explicarme esa amabilidad cada vez que pago mis sesiones de terapia en la esperanza de volver a escuchar el arrullo de esa voz tranquilizadora. La malicia de la gente, en cambio, puede ser infinita: "¿Hombre perfecto? No temas, no corrés ningún riesgo", me dijo cierta vez una amiga. Mi analista me ha ayudado en eso de encontrarme con mis imperfecciones. Ha conseguido con esfuerzo que me reconcilie tan solo con algunas de ellas, y en cuanto me atreví a reprochárselo hirió mi vanidad con la precisión de un esgrimista. "Soy psicoanalista, no hago milagros", respondió. Se siente cómodo en esa clase de réplicas punzantes; cada vez que concluye una sesión me despido de él con la misma frase: "Pese a todo lo que me ha dicho, estoy dispuesto a pagarle".
Todos los viernes acudo obstinadamente a ese pequeño sabio para escuchar su palabra oracular. Llego con mis fantasmas y demonios a cuestas, entre los que ocupa un lugar destacado el de aburrirlo con mis problemas de niño burgués y mi vida más o menos sosegada, apenas ensombrecida por tres o cuatro episodios de la infancia que jamás he podido olvidar del todo y a los que suelo atribuir esos abruptos cambios de humor que me perturban aun hoy y son la simiente de mi carácter bipolar. A menudo me tortura la idea de que esté perdiendo el tiempo con mis tonterías, cuando podría dedicarle sus mejores esfuerzos al desarrollo de una obra académica o, mejor, a sacar de su infierno a un desahuciado o a un suicida, o al menos a alguien que esté abrumado por un drama de verdad.
"No se preocupe", quiso tranquilizarme alguna vez cuando insinué mi inquietud, "nadie ha dicho que las personas que llevan una vida afortunada no sufran". En ese momento creí escuchar en sus palabras una delicada ironía. Me sentí algo estúpido, y me pregunté para mis adentros si no debía ahondar mis padecimientos y convertirme en un hombre desesperado para ser merecedor de estar en su consultorio. Entonces quise averiguar si no deseaba consagrarse a la teoría o a la investigación psicoanalítica en vez de estar ahí conmigo, apenas un neurótico más o menos saludable en un mapa clínico que suele ofrecer diagnósticos bastante más complejos. Le pregunté cuál era su mejor obra, como quien ensaya una provocación. Aspiró su pipa, miró unos segundos el vacío y acarició suavemente su barba. "Mi obra son las personas que no llegan aquí, a mi consultorio", dijo con suficiencia y cierto gusto por los enigmas. "Aunque comprenderá que hay algunas excepciones."
Comprendí de inmediato, en cambio, que no debía seguir toreándolo como si intentase ser el paciente perfecto. No parecía prudente caminar por esa cima intelectual. Dejé correr la sesión hablando acerca de los hijos, las tribulaciones que a veces acarrea el deseo sexual y el precio de cierto éxito profesional, tres temas más o menos frecuentes para los estómagos bien alimentados. Abandoné el consultorio preguntándome qué distancia me separaba del hombre que puedo ser, y creí comprender con desaliento que esa distancia puede ser un abismo entre quienes preferimos soñarnos a hacernos cargo de lo que nos toca. Concluí sin entusiasmo que el precio de esa fantasía suele ser una constante frustración.
Camino de la puerta del edificio, escuché de pronto el llanto apagado de una mujer. En la penumbra del pasillo que conduce al ascensor, espié por el rabillo del ojo y vi el perfil de la paciente que desde hace tiempo me sucede en el consultorio, es decir, la muchacha que en apenas un segundo consigue que mi analista se olvide de mí. A lo largo de los años, siempre me sentí muy atraído por los hombres y mujeres que me precedían o sucedían en ese trance en apariencia insignificante, y aún hoy sigue siendo para mí un divertimento imaginarme sus vidas como si fuese yo un actor. La miré de soslayo mientras plegaba la puerta enrejada del ascensor. Era joven y atractiva pese a la discreción con que se llevaba a sí misma, o quizá fuese ese mismo pudor el que le confería una belleza extraña y algo lejana. Lloraba con un sonido hondo y apagado. "Ésta está jodida de verdad", pensé.
Salí a la luz tenue del atardecer lluvioso, y me perdí en la ciudad..