miércoles, 24 de mayo de 2017

RAJOY TIENE UN PROBLEMA,SE NOTA CUANDO NO MIENTE

¿Por qué somos malos y engañamos? Tu cerebro tiene la culpa

Jim Carrey en 'Mentiroso compulsivo
Nuestro cerebro intenta evitar las acciones deshonestas, pero una vez que decidimos saltarnos las normas nada impide que reincidamos.
De hacer trampas al parchís a ser infiel a nuestra pareja sólo hay un paso.
¿Te has subido alguna vez al metro sin pagar? ¿Has hecho trampas jugando al parchís mientras nadie miraba? ¿Copiaste en un examen? ¿Te has guardado en el bolsillo la vuelta de tu compra en el supermercado sabiendo que te habían dado dinero de más? ¿Has puesto un falso dolor de cabeza como excusa para no quedar con esos amigos pesados? ¿O quizás has culpado a un atasco que nunca existió de llegar tarde a una cita? Al principio, este tipo de actos nos cuestan porque nuestro sentido de la moralidad hace que, después de cometerlos, nos sintamos fatal. Al fin y al cabo, la culpa genera sufrimiento. Y nuestro cerebro intenta ahorrarnos esa congoja frenando los comportamientos deshonestos.
Sin embargo, una vez que superamos la resistencia inicial y sucumbimos a la tentación de engañar varias veces, la situación cambia por completo. La sensación desagradable que causa la falta de honestidad se atenúa, y empiezan a pesar más otras cosas. Cosas como el placer de tener más dinero en la cartera, ganar la partida, sacar buena nota, escapar de un plan que no nos apetece o de evitar la vergüenza que supone admitir que somos los únicos responsables de nuestra impuntualidad.
Que la segunda mentira nos duela menos que la primera pero más que la tercera tiene una explicación neurocientífica. Escudriñando el comportamiento de la amígdala, la estructura cerebral con forma de almendra que controla las emociones, Neil Garrett y sus colegas del University College de Londres (Reino Unido) demostraron que su actividad no es constante. «Cuando empezamos a engañar y a saltarnos las normas, la amígdala genera una fuerte respuesta emocional negativa que nos frena; pero a medida que reincidimos en la deshonestidad, esta reacción se atenúa», explica Garrett a PAPEL.
Eso implica que las neuronas que al principio hacían que el corazón latiese a mil por hora y nos sudasen las manos al saltarnos los códigos morales, terminan adaptándose al engaño. Las señales emocionales negativas asociadas a mentir menguan, y el cerebro se vuelve más tolerante con los comportamientos amorales, igual que el olfato se acostumbra al olor de nuestra propia colonia y termina por desensibilizarse. En otras palabras, cada vez tenemos más manga ancha con nosotros mismos. Un engaño lleva a otro. La amígdala deja de ponerle límite a la envergadura de los embustes. Y, casi sin darnos cuenta, podemos pasar de soltar mentirijillas a cometer transgresiones morales bastante más importantes como ser infieles a nuestra pareja, cometer un fraude, malversar o evadir impuestos. «Con consecuencias muy dañinas para los individuos y la sociedad», como advierte el investigador británico. «Incluso se podrían extender estas conclusiones a otros comportamientos que de entrada rechazamos, como las conductas arriesgadas o la violencia», sostiene Garrett, que aboga por hacer estudios en este sentido.
La situación empeora si eres rico y poderoso. Después de todo, no es una leyenda urbana que la falta de ética sea más habitual en este colectivo. Una investigación realizada hace unos años por la Universidad de California (EEUU) y la Universidad de Toronto (Canadá) reveló que cuanto mayor es el estatus social de un sujeto, más predispuesto está a engañar, robar, mentir, hacer trampas y cometer fraude. Sobre todo si es en su propio beneficio. Por el contrario, es más probable que un individuo de bajo estatus se salte la ética para beneficiar a otra persona.
Otros que muestran poco reparo a la hora de transgredir las normas son los trotamundos. En varios estudios dados a conocer a principios de este año, un equipo internacional de investigadores dirigido por Jackson G. Lu, de la Universidad de Columbia (EEUU), llegó a la conclusión de que una persona es más deshonesta cuantos más países ha recorrido a lo largo de su vida. Independientemente del tiempo que haya pasado en cada destino. Los autores lo achacan al relativismo moral, es decir, a que las ideas sobre lo que es ético y lo que no se forjan en función de la cultura en la que estamos inmersos. Cuantas más culturas distintas conocemos viajando -defienden los expertos- menos fuerza tienen los estándares morales de nuestro país de origen.
La deshonestidad también se acrecienta tras ganar una competición. Según desvelaba hace poco la revista PNAS, tras un partido, un torneo o un concurso, los ganadores tienen más riesgo de sucumbir a comportamientos deshonestos que los perdedores. En otras palabras, el éxito, sobre todo si te coloca en una posición destacada frente a tus rivales, funciona como un imán para la falta de ética. Sobre todo si la competición es por la tarde, ya que otros experimentos muestran que, después del mediodía, nuestro censor moral interno es menos efectivo. Y que nuestra moralidad mengua a medida que las manecillas del reloj avanzan. Probablemente porque la capacidad de autocontrol y la fuerza de voluntad se agota en el transcurso del día.
Entonces, ¿tiene algo que ver la fuerza de voluntad con la honestidad? Sí, mucho. El autocontrol tiene su sede en una zona del cerebro conocida como corteza prefrontal dorsomedial. De su actividad también dependen la sensación de culpa y los remordimientos. Pero es que, además, es esta misma zona la que, según demostraron hace poco Ming Hsu y sus colegas del Laboratorio de Neuroeconomía de la Universidad de California (EEUU), lleva la batuta del cerebro moral. Si las neuronas de este área de la sesera se dañan, nuestro sentido de la ética se esfuma por completo. «Y cuando ser honesto supone alguna desventaja para nosotros -como perder dinero o pasar vergüenza- necesitamos mucho autocontrol», concluye Hsu.

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