miércoles, 24 de mayo de 2017

Y SON TAN RICOS

Víctor Penchaszadeh, uno de los primeros genetistas argentinos, actor clave en la restitución de nietos apropiados
 
“Al Presidente no le interesa conocer cuántos desaparecidos tuvimos”
El investigador explica los aportes de la genética en la identificación de hijos de desaparecidos. El índice de abuelidad y los estudios de ADN de precisión. Asegura que el Estado “tiene la obligación de intervenir” por los DD.HH., pero ahora hay un “clima político desfavorable”.
Víctor Penchaszadeh fue perseguido por la Triple A y debió exiliarse para salvar su vida.
Víctor Penchaszadeh fue perseguido por la Triple A y debió exiliarse para salvar su vida.


  • “¿Cómo vamos a identificar a nuestros nietos cuando retorne la democracia y comencemos a localizar a estos niños?” Esta pregunta fue realizada en 1982 por Estela de Carlotto y Chicha Mariani al genetista Víctor Penchaszadeh, que se había exiliado primero en Caracas y luego en Nueva York, tras ser perseguido por la Triple A. En aquel entonces, la Guerra de Malvinas había terminado y el régimen militar llegaba a su fin.
    Hasta la fecha, las Abuelas han encontrado a 122 nietos y este año se cumplen tres décadas de la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG), que atesora la información genética de familias que los buscan y realizan los análisis de ADN para su identificación. “Si bien las estimaciones indican la existencia de unos 500 niños nacidos en cautiverio el BNDG tiene registradas solo 295 familias. La diferencia probablemente se debe a que hay personas que jamás han denunciado, otras que no quisieron aportar su ADN e, incluso, mujeres desaparecidas que podían estar embarazadas y nadie lo sabía”, señala Víctor Penchaszadeh, uno de los principales promotores del famoso “índice de abuelidad”, clave en la identificación de nietos apropiados durante la última dictadura.
    Penchaszadeh es médico pediatra (UBA), con posgrados en genética humana, bioética y salud pública. Entre 1976 y 2006 vivió y trabajó en el exterior: fue profesor en la Universidad Central de Venezuela, en las escuelas de medicina Mount Sinai y Albert Einstein de Nueva York, y en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Columbia. En 2007, regresó al país e impartió clases en la Universidad Nacional de La Matanza. En la actualidad, preside la Red Latinoamericana y del Caribe de Bioética (Unesco) y dicta clases magistrales y cursos de posgrado, entre los que se destaca “Genética y Derechos Humanos” desde la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). En esta oportunidad, describe cómo fue el encuentro con las Abuelas hace 34 años, comparte cómo han avanzado los estudios genéticos aplicados a la identificación humana y opina sobre la centralidad del rol estatal en las políticas de derechos humanos.
    –En 19 de diciembre de 1975, la Triple A intentó secuestrarlo y debió exiliarse en Venezuela. Cuénteme al respecto.
    –Eran épocas muy turbulentas en Argentina y trabajaba como pediatra en el Hospital de Niños “Ricardo Gutiérrez”. Se vivía con temor e incomodidad, uno podía observar los Falcon rondando las calles y se escuchaban las noticias de los atentados perpetrados por los grupos de la Triple A. En aquel entonces, pese a que no era militante de ninguna organización política, tenía bastante actividad gremial y participaba de asambleas. Sin darme cuenta, había adquirido visibilidad y desde muchos ámbitos comenzaba a percibir cierta desconfianza. A fines de 1975, me dirigía camino al consultorio ubicado en Santa Fe y Callao, y me estaban esperando…
    –¿Y qué sucedió?
    –La verdad es que la pasé muy mal. Me pegaron, me ataron las manos por detrás de la espalda, me vendaron los ojos e intentaron llevarme. Afortunadamente, como eran las cinco de la tarde y estábamos en épocas festivas, había mucha gente haciendo las compras navideñas. El operativo falló porque, incluso, el vehículo en que pretendían llevarme no estaba listo.
    –Entonces no le quedó más remedio que seguir su vida en el exterior. Se fue a Venezuela.
    –Sí, fui a Caracas específicamente porque allí estaba mi hermano (biólogo) que unos meses antes se había exiliado. Primero me mudé solo y mi mujer viajó un tiempo después junto a mis hijos. Trabajé durante un año en el laboratorio de genética humana del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas y luego en la Universidad Central de Venezuela. En 1981 partimos hacia Nueva York.
    –Allí, en 1982, se reunió con Estela de Carlotto y Chicha Mariani. ¿Cómo fue ese encuentro?
    –Para ese año ya militaba y denunciaba, desde el exterior, las violaciones de derechos humanos que ocurrían en Argentina. En aquel momento, entre mis amigos estaban dos personas muy emblemáticas que nos visitaban periódicamente y que ya no están con nosotros: Emilio Mignone y “Yoyi” Epelbaum. Así que un día, por intermedio de la hija de Emilio (Isabel) que vivía en Washington, me contacté con las Abuelas.
    –¿Y qué precisaban las Abuelas de un genetista como usted?
    –Necesitaban, precisamente, que aplicara mis conocimientos científicos al campo de los derechos humanos. Sin embargo, para mí no era algo novedoso.
    –¿En qué sentido?
    –Se vivían tiempos muy “calientes” en Centroamérica: la Revolución Sandinista en Nicaragua, las guerras civiles en El Salvador y el genocidio de indígenas en Guatemala. Entre otras organizaciones, fui miembro de Human Rights Watch (seccional América), presidida por el prestigioso abogado Juan Méndez y de Physicians for Human Rights. Realizábamos misiones para garantizar el respeto a los derechos humanos y a la neutralidad médica en los conflictos bélicos.  
    –En este escenario regional tan complejo, ¿cómo surgió el famoso “índice de abuelidad” del que participó como uno de los principales promotores?
    –Para comprender cómo surgió hay que entender la manera en que se identifican las personas mediante la genética. A partir de los análisis comparativos, es posible –por ejemplo– vincular por medio del ADN a una persona con muestras halladas en la escena de un crimen o bien, comprobar que un niño es hijo de un determinado padre a partir del índice de paternidad. Aquí, el examen de los marcadores genéticos presentes en el genoma del trío (padre-madre-hijo) es clave. Se sabe que por los mecanismos de herencia las características genéticas de un hijo deben estar presentes en ambos padres.
    –Pero a las Abuelas este índice no les alcanzaba, pues los padres estaban desaparecidos.
    –Sí, claro. Hasta ese momento nadie había examinado las relaciones de parentesco sin los padres. Entonces me consultaron sobre la posibilidad de identificar a los nietos a partir de la información genética provista por los abuelos. Nosotros sabíamos que todos los nietos tienen caracteres genéticos de los abuelos que les fueron transmitidos a través de los padres. El problema era que, a diferencia de lo que ocurría con el índice de paternidad, el azar tenía una cuota mayor de participación. Básicamente teníamos que comparar los caracteres con  cuatro personas en lugar de dos.
    –Ante la ausencia de los padres aumentaba la incertidumbre...
    –Sí, pero eso pudo resolverse. En principio, el grupo que investigó cómo solucionar el problema estaba en California. Fue coordinado por la genetista estadounidense Mary Claire King, que trabajó en colaboración con el italiano Luca Cavalli-Sforza, el chileno Cristian Orrego y el francés Pierre Darlu. Luego de un arduo trabajo, un día me llamó Mary Claire con la noticia de que ya habían resuelto la fórmula estadístico-matemática. Solo era cuestión de localizar casos para probar que funcionara.
    –Para eso hubo que esperar hasta enero de 1984, cuando Paula Logares se transformó en la primera nieta restituida.
    –Correcto. Con el retorno a la democracia, Alfonsín creó la Conadep. Luego, se solicitó asistencia a la Asociación Estadounidense para el Avance de las Ciencias (AAAS, por sus siglas en inglés) en la identificación de los restos óseos que iban apareciendo por doquier y  de los nietos. Las dos cabezas de la delegación fueron Clyde Snow –el principal referente mundial en antropología forense– y Mary Claire King. Se reunieron con la inmunogenetista Ana Di Lonardo, en cuyo laboratorio (Hospital Durand) se realizó la primera identificación.
    –En relación a los avances científico-tecnológicos, ¿qué diferencias existen entre las primeras identificaciones realizadas durante los ochenta y las efectuadas durante el último tiempo?
    –Hasta 1985 los análisis se realizaban a partir de los “productos del ADN”: grupos sanguíneos, proteínas plasmáticas, y principalmente, en antígenos de histocompatibilidad. Afortunadamente, gracias a los análisis directos de ADN, los exámenes ganaron precisión, se automatizaron y comenzaron a ser preservados en el tiempo. Con los avances en el campo de la secuenciación del genoma humano, se fueron seleccionando los mejores marcadores genéticos para la identificación. Representan unos 16 marcadores y exhiben una gran variabilidad en la población. Así, se determinaron sitios específicos para analizar el genoma de ADN no codificante, lo que permitió una discriminación más ajustada de semejanzas y diferencias entre las personas, con lo que el azar se redujo prácticamente a cero. Además, en 1987 se creó el Banco Nacional de Datos Genéticos.
    –¿Esto qué implicó?
    –Un salto cualitativo importantísimo. La automatización de los estudios de ADN fueron centrales: se había tornado posible la conservación de muestras por muchísimo tiempo. La bioinformática –con los estudios en matemática y estadística– también tuvo su parte. La emergencia de software que calculan las probabilidades de parentesco e informan identificaciones genéticas humanas ha facilitado muchísimo las cosas. Me refiero a la reducción de costos y al ahorro de tiempo.
    –El rol de la ciencia en la restitución de las identidades es indudable. Ahora bien, ¿qué papel cree que ha desempeñado el Estado desde el retorno a la democracia?
    –El rol del Estado es central pero depende de quienes estén en el Gobierno. Durante el mandato de Menem, por ejemplo, el tema de los derechos humanos no estuvo en agenda. A partir del 2003, se convirtió en una política de Estado. Nuestro país es signatario de la mayor parte de declaraciones y convenios de derechos humanos. Por eso tiene la obligación de investigar los delitos de lesa humanidad, encontrar y castigar a los culpables, así como también reparar a las víctimas. Muchos de los casos en el país han sido resueltos por la intervención de los fiscales y la justicia, pero también las Abuelas han desarrollado sus canales propios de investigación y han aportado pistas importantísimas en numerosas restituciones. El Estado contribuye además a generar un clima político que puede ser propicio, o no, para estas actividades.
    –¿Y cómo evalúa el clima político en la actualidad?
    –Es totalmente desfavorable. Tenemos un presidente a quien no le interesa conocer cuántos desaparecidos tuvimos y pretende que la sociedad olvide las graves violaciones a los derechos humanos que ocurrieron. Un secretario de Derechos Humanos (Claudio Avruj) cuyas declaraciones fueron tan desafortunadas durante el reciente fallo del 2x1, que no tuvo otro remedio que desdecirse. Si bien el Ejecutivo está tratando de despegarse de esta barbaridad jurídica cometida por tres jueces de la Corte Suprema, lo cierto es que esto, en parte, fue posible por el clima político negacionista generado por el gobierno. Por suerte, el Legislativo logró revertir la situación, pero es preocupante.
    poesteban@gmail.co

    RAJOY TIENE UN PROBLEMA,SE NOTA CUANDO NO MIENTE

    ¿Por qué somos malos y engañamos? Tu cerebro tiene la culpa

    Jim Carrey en 'Mentiroso compulsivo
    Nuestro cerebro intenta evitar las acciones deshonestas, pero una vez que decidimos saltarnos las normas nada impide que reincidamos.
    De hacer trampas al parchís a ser infiel a nuestra pareja sólo hay un paso.
    ¿Te has subido alguna vez al metro sin pagar? ¿Has hecho trampas jugando al parchís mientras nadie miraba? ¿Copiaste en un examen? ¿Te has guardado en el bolsillo la vuelta de tu compra en el supermercado sabiendo que te habían dado dinero de más? ¿Has puesto un falso dolor de cabeza como excusa para no quedar con esos amigos pesados? ¿O quizás has culpado a un atasco que nunca existió de llegar tarde a una cita? Al principio, este tipo de actos nos cuestan porque nuestro sentido de la moralidad hace que, después de cometerlos, nos sintamos fatal. Al fin y al cabo, la culpa genera sufrimiento. Y nuestro cerebro intenta ahorrarnos esa congoja frenando los comportamientos deshonestos.
    Sin embargo, una vez que superamos la resistencia inicial y sucumbimos a la tentación de engañar varias veces, la situación cambia por completo. La sensación desagradable que causa la falta de honestidad se atenúa, y empiezan a pesar más otras cosas. Cosas como el placer de tener más dinero en la cartera, ganar la partida, sacar buena nota, escapar de un plan que no nos apetece o de evitar la vergüenza que supone admitir que somos los únicos responsables de nuestra impuntualidad.
    Que la segunda mentira nos duela menos que la primera pero más que la tercera tiene una explicación neurocientífica. Escudriñando el comportamiento de la amígdala, la estructura cerebral con forma de almendra que controla las emociones, Neil Garrett y sus colegas del University College de Londres (Reino Unido) demostraron que su actividad no es constante. «Cuando empezamos a engañar y a saltarnos las normas, la amígdala genera una fuerte respuesta emocional negativa que nos frena; pero a medida que reincidimos en la deshonestidad, esta reacción se atenúa», explica Garrett a PAPEL.
    Eso implica que las neuronas que al principio hacían que el corazón latiese a mil por hora y nos sudasen las manos al saltarnos los códigos morales, terminan adaptándose al engaño. Las señales emocionales negativas asociadas a mentir menguan, y el cerebro se vuelve más tolerante con los comportamientos amorales, igual que el olfato se acostumbra al olor de nuestra propia colonia y termina por desensibilizarse. En otras palabras, cada vez tenemos más manga ancha con nosotros mismos. Un engaño lleva a otro. La amígdala deja de ponerle límite a la envergadura de los embustes. Y, casi sin darnos cuenta, podemos pasar de soltar mentirijillas a cometer transgresiones morales bastante más importantes como ser infieles a nuestra pareja, cometer un fraude, malversar o evadir impuestos. «Con consecuencias muy dañinas para los individuos y la sociedad», como advierte el investigador británico. «Incluso se podrían extender estas conclusiones a otros comportamientos que de entrada rechazamos, como las conductas arriesgadas o la violencia», sostiene Garrett, que aboga por hacer estudios en este sentido.
    La situación empeora si eres rico y poderoso. Después de todo, no es una leyenda urbana que la falta de ética sea más habitual en este colectivo. Una investigación realizada hace unos años por la Universidad de California (EEUU) y la Universidad de Toronto (Canadá) reveló que cuanto mayor es el estatus social de un sujeto, más predispuesto está a engañar, robar, mentir, hacer trampas y cometer fraude. Sobre todo si es en su propio beneficio. Por el contrario, es más probable que un individuo de bajo estatus se salte la ética para beneficiar a otra persona.
    Otros que muestran poco reparo a la hora de transgredir las normas son los trotamundos. En varios estudios dados a conocer a principios de este año, un equipo internacional de investigadores dirigido por Jackson G. Lu, de la Universidad de Columbia (EEUU), llegó a la conclusión de que una persona es más deshonesta cuantos más países ha recorrido a lo largo de su vida. Independientemente del tiempo que haya pasado en cada destino. Los autores lo achacan al relativismo moral, es decir, a que las ideas sobre lo que es ético y lo que no se forjan en función de la cultura en la que estamos inmersos. Cuantas más culturas distintas conocemos viajando -defienden los expertos- menos fuerza tienen los estándares morales de nuestro país de origen.
    La deshonestidad también se acrecienta tras ganar una competición. Según desvelaba hace poco la revista PNAS, tras un partido, un torneo o un concurso, los ganadores tienen más riesgo de sucumbir a comportamientos deshonestos que los perdedores. En otras palabras, el éxito, sobre todo si te coloca en una posición destacada frente a tus rivales, funciona como un imán para la falta de ética. Sobre todo si la competición es por la tarde, ya que otros experimentos muestran que, después del mediodía, nuestro censor moral interno es menos efectivo. Y que nuestra moralidad mengua a medida que las manecillas del reloj avanzan. Probablemente porque la capacidad de autocontrol y la fuerza de voluntad se agota en el transcurso del día.
    Entonces, ¿tiene algo que ver la fuerza de voluntad con la honestidad? Sí, mucho. El autocontrol tiene su sede en una zona del cerebro conocida como corteza prefrontal dorsomedial. De su actividad también dependen la sensación de culpa y los remordimientos. Pero es que, además, es esta misma zona la que, según demostraron hace poco Ming Hsu y sus colegas del Laboratorio de Neuroeconomía de la Universidad de California (EEUU), lleva la batuta del cerebro moral. Si las neuronas de este área de la sesera se dañan, nuestro sentido de la ética se esfuma por completo. «Y cuando ser honesto supone alguna desventaja para nosotros -como perder dinero o pasar vergüenza- necesitamos mucho autocontrol», concluye Hsu.