En las imágenes imprecisas del video de celular, se veía a Judith Butler en el aeropuerto de Rio de Janeiro, a punto de abandonar Brasil. Se iba después de una visita cuya reacción revulsiva, a cargo de activistas de derecha, debe verse como un síntoma y una bisagra. En el video se veían llegar y rodearla a algunos hombres y mujeres con pancartas, gritándole que era una bruja, y que había que quemarla como a una bruja. La escena captura un resorte central del viaje por el tiempo que estamos haciendo, y que nos retrotrae no a hace veinte ni cincuenta años, sino a siglos atrás, a l789, justo a antes del momento en el que La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano –todavía faltaba mucho para el feminismo, pero esa Declaración le abrió una puerta–, se instituyó en una piedra basal desde la que manó hacia el sentido común del mundo la noción de que todos los hombres tienen iguales derechos. Tres años más tarde fue el turno de la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, pero esa equidad todavía está pendiente.
Debe tomarse ese agravio a Butler no como algo personal, no como un ataque a sus propios textos y posiciones, sino como un avance de un movimiento reaccionario que nos devuelve al concepto que la humanidad le debe al feminismo: que lo personal es político. El ataque a Butler fue un ataque a nuestra intimidad como sujetos históricos que tenemos derecho a todas las facetas de nuestras identidades sexuales, sí, y políticas también. Porque cercenar lo personal cercena lo político en una dialéctica muy clara. El ataque pega en el centro de nuestro derecho a la autopercepción, y nos devuelve a la sentencia patriarcal y neoliberal. Debemos ser quienes y como nos dice que somos un poder jerárquico que parte de la inequidad entre el hombre y la mujer, pero que se afirma en las inequidades entre hombres, entre países, entre regiones.  
La neoderecha fascista opera simultáneamente en múltiples capas y frentes. Su objetivo es el económico, pero como dejó entrever Macri cuando dijo que “el cambio” sería muy fácil de lograr si se sacara de encima a quinientas personas que lo obstaculizan, lo que se busca extirpar son fuentes de información, conceptualización política y social que refuerzan la enorme resistencia cultural a este modelo. Porque este modelo necesita retroceder siglos en materia de subjetividad, para que los individuos, ya alejados de su noción gregaria y colectiva, se rindan ante la naturalización de su propio disvalor social, que a su vez retroalimenta su autopercepción de inferioridad ante una nueva clase de empresarios, financistas y herederos, que se autoperciben, a su vez, como la nueva nobleza global. Algo de esto anticipaba Piketty refiriéndose a la concentración de la riqueza, pero esa nueva nobleza no emergerá si no convence al 99 por ciento de la humanidad de que ellos, por alguna razón, tienen derecho a lo que le sacan a todo el resto.  
Hasta hace muy poco esa escena de abucheos a Butler, una feminista radical cuyos pensamientos se han deslizado por otra parte de los estudios de género al pensamiento político más general, hubiese sido inconcebible, y lo es todavía hoy, que ha sucedido. Porque es tan a fondo, tan de cuajo y tan irracionalmente que avanza esta nueva oleada conservadora, que todavía más que rabia provoca desconcierto. Eso no es inocente. El desconcierto. Es una táctica de control.
Mientras desarman países y destruyen sus reservas, han iniciado una nueva cruzada templaria, porque así estructuraron su propia batalla cultural, cuyo éxito les resulta indispensable. Tienen los aparatos mediáticos mundiales a los pies del establishment, porque lo integran. Ya no son muchos medios compitiendo entre sí, que era la condición material del pluralismo, porque también se confrontaban varios puntos de vista. En la Argentina no nos asombraremos: ya nos asombramos demasiado cuando vimos que la cartelera periodística televisiva no sólo defendía decretos presidenciales u ocultaba información sobre la corrupción evidente de un gobierno, sino que se plegaba a oscurecer el esclarecimiento de una desaparición forzada y un asesinato. Peor que eso, no hay.
Volviendo a Butler, en Brasil, Colombia, Chile y Perú se está desarrollando una impresionante ofensiva comunicacional para promover la prohibición de lo que ellos llaman “teoría de género”. Blogs, ongs, pastores pentecostales, youtoobers, sitios enteros, se dedican diariamente a difundir una nueva-vieja caterva de prejuicios homofóbicos y antifeministas que van contra todo lo incorporado en materia de género en las últimas décadas, y que tampoco salió de un repollo sino de una larga lucha minoritaria que recorrió las ciencias sociales y las agrupaciones de mujeres desde la Revolución Francesa.
Marcados por la comunicación evangélica y por la comunicación de redes, todos los exponentes de esta ofensiva son muy buenos ante las cámaras. Se diría que es ésa su principal cualidad, porque uno se los puede imaginar diciendo todo lo contrario. No comentan ni explican, no debaten ni discuten, más bien evangelizan a través de la repetición, los golpes de puño sobre la mesa, el sobretono para marcar sus latiguillos. “No a la ideología de género, esa invención maligna”. Vocean que esa “manipulación de los niños” debe cesar, porque se nace hombre o mujer y lo demás es un invento izquierdista. Gritan que así se destruyen familias y se daña la salud mental de la población, inducida al transgénero. Tenemos al exponente local Agustín Laje, un politólogo que escribió El libro negro de la nueva izquierda, y que presuntamente revela cómo se corresponden los desarrollos de la teoría de género con la aparición de nuevas agrupaciones de izquierda, de modo que según su opinión, auspiciada por el Verbo Encarnado, hay que erradicar esas ideas “destructoras de familias”. Todo ese paquete temático convierte a pensadoras como Butler, efectivamente, en brujas que deben ser cazadas. Pero es que, aun sin saber que existe Butler, millones de personas piensan y sienten como ella.
Mientras en Brasil tenía lugar esa vergüenza, en España la atención estuvo puesta en la violación de los Sanfermines de Pamplona, donde cinco muchachos violaron a una chica de 19 años. Grabaron la violación colectiva, después de sacarle a la víctima su propio celular. Durante el juicio los imputados pidieron “reserva de su identidad”, lo que hizo que sus caras se viralizaran rápidamente, porque además se supo que sus defensores habían contratado a un detective para que aportara algún dato de la víctima que la pudiera convertir en una chica fácil y mentirosa. Revictimización, sí. Muchos medios comenzaron a hacerse eco y a centrar sus coberturas en el perfil de la víctima y en posibles contradicciones en su testimonio. Eso a su vez generó una multitudinaria marcha de mujeres en Madrid, todas con carteles dirigidos a la adolescente violada: “Yo sí te creo”, rezaban.
Hay que conectar ambos hechos, el de Brasil y el de España, para encontrar un eje de la ofensiva de la derecha autoritaria y retrógada que se autovende como posmoderna y avanza hacia el sur: vienen a decirnos que nos reinstalarán el patriarcado en sus formas más atroces, y que lo harán desde los Estados y las instituciones, con censura y complicidad judicial y periodística. Vienen a decirnos que para restaurar una concepción de castas necesitan empezar por “corregir los desvíos” de las últimas décadas. Y sobre todo nos dicen que no somos todos iguales ante la ley ni tenemos los mismos derechos, que hay algo de diabólico en la libertad, algo sospechoso en la fraternidad y algo tenebroso en la igualdad. Ninguna idea es más oscurantista que ésa.