lunes, 26 de febrero de 2018

SI LLORAR NO ES DE HOMBRES¿QUIENES LLORAN?


Lamer las heridas

Acerca del llanto de una madre y de la absurda controversia entre disciplinas que pone a la propia tribu por encima del dolor del otro3
Autor: Daniel Flichtentrei 
"Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia", Aljejandra Pizarnik
Cada vez que Lucía baja la cabeza, respira con una lentitud y profundidad diferentes, con un ritmo metafísico cargado de dolor, yo sé lo que va a ocurrir. Le acerco la cajita de pañuelos de papel arrastrándola sobre el escritorio. Ella toma uno, hace un bollito entre los dedos y, solo entonces, como si yo tuviera que autorizarla, llora. Solloza primero con cierto pudor, un llanto contenido que le va creciendo en la garganta como una voz encerrada que lucha por salir.

Lucía tiene 38 años, fue madre soltera a los 22. Crió a su hija sin apoyo del padre y contra la permanente recriminación de su propia familia. Vivió en pensiones, hizo de todo para sobrevivir. Estudió de noche. Ahora es maestra, trabaja en dos turnos. Se levanta a las 5,30 de la mañana, viaja 4 hs por día para ir desde su casa a las escuelas y regresar 12 hs más tarde. La nena se llama Sol y la llevó a cuestas de colegio en colegio hasta que fue creciendo.  

Durante mis primeros años de médico me esforzaba por impedir que la gente llore. Les daba razones, distribuía esperanzas como una ortopedia inútil ante el dolor. Me parecía que tenía que evitarlo, ahora aprendí que debo permitirlo. Que muchas personas no tienen otro lugar en el mundo donde llorar. Que el llanto es un síntoma, pero también un alivio. Que acompañar es mejor que eliminar una emoción tan poderosa. Superé el imperativo verborrágico, la obligación de explicar en lugar de comprender. Soy más viejo, claro. Y yo tampoco sabría donde llorar sin que nadie me moleste con consuelos tontos. Aprendí a callar.

Desde hace dos años Sol se encierra en su cuarto durante todo el día. Falta mucho a clases. Casi no habla, no quiere comer, dejó de verse con sus amigas. Pone la tele sin voz, la mira como si fuese un fuego ardiendo en el medio de la pieza. Cada vez que Lucía le pregunta que le pasa responde: “nada”. A veces es mucho peor, dice “no sé” y lo repite muchas veces: no sé, no sé, no sé…

Ahora Lucía se derrumba sobre la silla, se tapa la cara con las dos manos y llora con todo el cuerpo. Es un movimiento generalizado, una convulsión sincrónica, un terremoto que la sacude por completo. Yo renuevo los pañuelitos, me pongo de pie, rodeo la silla, la abrazo desde atrás. Ella deja caer su cabeza sobre mis brazos. Me moja con un líquido tibio y salado las mangas de la camisa.

Sol empezó a usar ropa abrigada en días de calor, en pleno verano. Lucía la retaba pero ella no le hacía caso. Una noche se acercó a su cama. Le acarició el pelo mientras dormía. Ella dejó caer el brazo hasta rozar la alfombra con su mano abierta. Entonces vio las cicatrices. Unas rayitas rojas, secas, ásperas. Una hilera prolija de líneas dibujadas una a la misma distancia de la otra que trepaban desde la muñeca hacia el codo.

Se relaja, siento sus músculos abandonarse a mi abrazo. Me lo agradece con el cuerpo. Respira distinto, se incorpora apenas. El desasosiego va saliendo de a poco como un viento negro por las ventanas abiertas de sus ojos. Me mira. –Perdón, me dice. Me dice: “perdón”, y yo me siento miserable.

Desde que Sol comenzó con problemas va dos veces por semana a la psicóloga. Lucía dio de baja la TV por cable, ya no compra alimento balanceado para el gato, no va a la depiladora ni a la peluquería para poder pagarlo. Cuando pide una entrevista le responde que no puede verla si su hija no lo autoriza. De vez en cuando la recibe. Conversan acerca de lo que significa ser un hijo no deseado, de las consecuencias en la subjetividad que eso puede tener para un adolescente. Si Lucía hace preguntas, le responde que su paciente es Sol y no ella. Le dijo que la ve peor, que ahora se hace daño. Ella le respondió que el cuerpo de su hija era un territorio privado y que ella no tendría que espiar su intimidad. Que las crisis son procesos de simbolización que hay que atravesar para superar el conflicto. Le recomendó tres consultas semanales durante este período. Le habló de la posibilidad de un acompañante terapéutico. Ahora Lucía también da clases particulares de matemáticas a domicilio algunas noches y los fines de semana.

La acompañé a la camilla, le tomé la presión, la ausculté, controlé sus reflejos. Ninguna de esas cosas me aportaría datos relevantes. Mi examen físico fue parte de un ritual. Más una terapéutica que una exploración. Una ceremonia milenaria hoy en extinción. Gestos de un cuerpo mostrándole a otro que está allí, que lo que le ocurre le importa.

Ayer Lucía le comentó a la terapeuta una conversación que habíamos tenido unos días antes. Le dijo que yo le había sugerido una consulta psiquiátrica, que tal vez podrían medicar a Sol y colaborar a atenuar su sufrimiento. Le aclaró que yo pensaba que eso iría en la misma dirección que su terapia y que, tal vez, haría que Sol estuviera más receptiva a su tratamiento. La psicóloga se encendió de furia. Le dio a Lucía una clase de reduccionismo biológico, de medicalización de los padecimientos humanos. Le explicó, repleta de ira, cómo los médicos solo vemos órganos y pastillitas en lugar de historias de vida y padecimientos existenciales.

Hace un rato me contó esa experiencia antes de pedirme "permiso" para llorar. Y lloró por Sol, por ella, porque no encuentra respuestas donde se supone que deberían estar. Porque dos personas en las que ella confía no se ponen de acuerdo en algo tan fundamental como la salud de su hija. Porque hace dos meses que no paga la cuota del colegio de Sol para solventar su tratamiento psicológico. Porque le redujeron las horas extras. Porque tiene terror de que su hija se mate.

Desde hace un tiempo entreabre la puerta del cuarto de Sol por las madrugadas. Se queda en silencio, con miedo de que hasta el susurro de su propia respiración la despierte. Espía con un solo ojo, ve el cabello castaño derramándose sobre la almohada, el reflejo de la luna sobre su nariz pequeña. Se canta sin voz, para sí misma, la canción que le cantaba a ella durante las noches heladas en la pensión de Barracas. Vuelve a sentir en los pies ese frío tremendo y el cuerpito de ella chupándole el calor del suyo como le chupaba la teta hasta dejarla vacía. Asoma la lengua sin saber por qué. Quiere lamer las heridas de sus brazos hasta tragarse entera la tristeza que la envenena.  

Volvimos a sentarnos, estaba más tranquila. Apretaba en las manos varios bollitos de papel con los que se había secado las lágrimas. Le acerqué el cesto y los arrojó adentro. Le expliqué que no era correcto que yo interfiriera en un vínculo terapéutico de un paciente con otro profesional. Que había varios caminos para ayudar a una persona y que todos debían consensuarse con el mismo objetivo. Que la licenciada tendría motivos para enojarse, que tal vez no entendió que era una sugerencia y no una orden. Le hice saber que yo no podía pedir una consulta psiquiátrica para Sol si su terapeuta no estaba de acuerdo. Que mi opinión tal vez haya sido imprudente ya que nunca había atendido a su hija. Lucía me dijo que estaba muy asustada, que se sentiría más tranquila si hacía esa consulta. Le repetí que eso era imposible, que había normas éticas entre colegas que yo no podía transgredir. Un código tácito de respeto mutuo entre profesionales. Insistió.

El viernes llamaron de la escuela para preguntar por qué Sol hacía una semana que no iba a clases. La mañana siguiente la esperó detrás de un camión hasta verla salir de la casa. La siguió escondida a cierta distancia entre la multitud que iba para el trabajo. Caminaron unas diez cuadras hasta la Plaza Artigas. Sol se sentó en una hamaca y se balanceó durante más de una hora. Lucía se acercó, la agarró de la mano. Caminaron por Rivadavia hasta la confitería Las Lilas. Tomaron dos submarinos de un chocolate hirviente y espeso que les quemaba la lengua y mediaslunas de manteca. A las dos les quedaron unos bigotes gruesos de espuma blanca y marrón. Les causó una gracia tremenda. La gente las miraba reírse a carcajadas agarrándose la panza sin entender por qué. Volvieron sin decirse nada. Durmieron la siesta abrazadas. Las despertó a las cinco el timbre del primer alumno de matemáticas.

Nos pusimos de pie para despedirnos. Le deseé suerte, le pedí que me llamara para contarme cómo iban las cosas con Sol. Nos quedamos parados mirándonos unos segundos. Una pausa breve, pero más larga de lo normal para esa situación. Sentí que ella esperaba algo de mí y que yo había dejado algo inconcluso. Mientras se acomodaba la cartera enorme, repleta de pruebas de sus alumnos para corregir esa noche, tomé la lapicera. Escribí automáticamente, sin meditarlo, en un acto reflejo. Anoté un nombre y un número de teléfono. Extendí el brazo con el papel, ella abrió la mano. Lo apoyé despacito, como si estuviera dejando una llave secreta sobre su palma húmeda, sacudida por un minúsculo temblor.

Beneficios de crecer en vecindarios verdes sobre el desarrollo del cerebro

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Los espacios verdes durante la infancia se asocian con cambios estructurales beneficiosos en la anatomía del cerebro. Así concluye un estudio realizado en Cataluña, que muestra por primera vez cómo la exposición prolongada al verdor se relaciona positivamente con el volumen de materia blanca y gris.
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<p>La hipótesis de la biofilia sugiere que existe un vínculo evolutivo de los humanos con la naturaleza. / <a href="https://pixabay.com/es/naturaleza-parque-madre-chica-mam%C3%A1-3089907/" target="_self">Pixabay</a></p>
La hipótesis de la biofilia sugiere que existe un vínculo evolutivo de los humanos con la naturaleza. / Pixabay
Los niños y niñas que se han criado en hogares rodeados de más espacios verdes tienden a presentar mayores volúmenes de materia blanca y gris en ciertas áreas de su cerebro. Esas diferencias anatómicas están a su vez asociadas con efectos beneficiosos sobre la función cognitiva.
Esta es la principal conclusión de un estudio publicado en Environment Health Perspectives y liderado por el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), centro impulsado por la Fundación Bancaria ”la Caixa”, en colaboración con el Hospital del Mar y la UCLA Fielding School de Salud Pública (UCLA FSPH).
El estudio se realizó en una subcohorte de 253 escolares del proyecto BREATHE en Barcelona. La exposición a lo largo de la vida a espacios verdes en la zona residencial se estimó utilizando imágenes vía satélite de todas las direcciones de los participantes desde su nacimiento hasta el momento del estudio. La anatomía del cerebro se examinó por medio de imágenes por resonancia magnética tridimensional (IRM) de alta resolución. La memoria de trabajo y la falta de atención se evaluaron con tests por ordenador.

El análisis de datos mostró que la exposición prolongada al verdor se asoció positivamente con el volumen de materia blanca y gris en algunas partes del cerebro, las cuales se superpusieron parcialmente con las asociadas con puntuaciones más altas en las pruebas cognitivas.
“Este es el primer estudio que evalúa la asociación entre la exposición a largo plazo a los espacios verdes y la estructura del cerebro”, afirma Payam Dadvand, investigador de ISGlobal y autor principal del estudio. “Nuestros hallazgos sugieren que la exposición a espacios verdes de manera temprana en la vida podría resultar en cambios estructurales beneficiosos en el cerebro”, agrega.
Además, los volúmenes máximos de materia blanca y gris en las regiones asociadas con la exposición a los espacios verdes predijeron una mejor memoria de trabajo y una menor falta de atención, que se encuentran entre las funciones cognitivas más importantes.
Se considera que el contacto con la naturaleza es esencial para el desarrollo del cerebro en los niños. Un estudio previo del proyecto BREATHE con 2.593 escolares de entre 7 y 10 años mostró que a lo largo de los 12 meses de duración del estudio los escolares de centros con mayor espacio verde al aire libre tuvieron mayor incremento en la memoria de trabajo y mayor reducción en la falta de atención que aquellos que asistían a colegios con menos verdor.
Biofilia: el vínculo entre humanos y naturaleza
La hipótesis de la biofilia sugiere que existe un vínculo evolutivo de los humanos con la naturaleza. En consecuencia, se argumenta que los espacios verdes proporcionan a los niños oportunidades de restauración psicológica y estimulan ejercicios importantes como el descubrimiento, la creatividad y la asunción de riesgos, lo que a su vez se cree que influye positivamente en diferentes aspectos del desarrollo del cerebro.
Además, las áreas verdes a menudo presentan niveles más bajos de contaminación del aire y de ruido y pueden enriquecer los aportes microbianos del medio ambiente, todo lo cual podría traducirse en beneficios indirectos para el desarrollo del cerebro.
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Figura del cerebro de un niño que muestra mayores volúmenes de materia blanca y gris por el contacto con espacios verdes. / ISGlobal
“Este estudio se añade a la evidencia creciente que sugiere que las exposiciones tempranas a los espacios verdes y otros factores medioambientales pueden ejercer efectos medibles y duraderos en nuestra salud a lo largo de la vida”, advierte Michael Jerret, coautor y profesor de ciencias de la salud ambiental en la UCLA Fielding School de salud pública.
“Estos resultados también podrían proporcionar pistas sobre cómo dichos cambios estructurales podrían ser la base de los efectos beneficiosos de la exposición al espacio verde en el desarrollo cognitivo y conductual observados”, completa Jesús Pujol, médico del servicio de Radiología del Hospital del Mar y también firmante del estudio.
A su vez, el investigador de ISGlobal y último autor del estudio, Jordi Sunyer, considera que “este estudio suma nuevas evidencias sobre los beneficios de transformar nuestras ciudades incrementando el entorno natural”.
Los autores coinciden en que se requieren más investigaciones para confirmar los resultados en otras poblaciones, entornos y climas, evaluar otros resultados cognitivos y neurológicos y examinar las diferencias según la naturaleza y la calidad del espacio verde y el acceso y uso de niños y niñas a los mismos.

LOS ETERNOS ESPAÑOLES

Otro personaje reconocible del mundo de Forges es el del doctor, por cuya consulta pasa toda clase de pacientes.