Espero que la muerte del doctor Luis Montes, que falleció ayer jueves de un infarto mientras conducía, haya transcurrido del modo en que a él le hubiera gustado. Es algo que le deseo de corazón a cualquier ser humano, la más triste de las criaturas vivientes, la única que sabe que no es inmortal. En otros tiempos, cuando la vida era, como advirtió Hobbes, breve, desagradable y brutal, la existencia consistía básicamente en prepararse para el tránsito final, lo que algunos teólogos llamaban el bien morir.
Tarde o temprano (de verdad espero que sea muy tarde) todos deberemos enfrentarnos a ese trago y hay gente que prefiere apurarlo hasta la última gota. Puede ser por convicciones religiosas, para imitar el mal rato que pasó Jesucristo, o bien por simple curiosidad, como aquel amigo del que hablaba la pianista Mitsuko Uchida, el cual no quiso que lo sedaran porque la muerte es algo que sólo ocurre una vez y quería saber qué se sentía. Respeto ambas opiniones, pero agradecería que respetaran también la mía, que consiste en que preferiría no saber nada del asunto. Puesto que he pasado gran parte de mi vida en compañía de drogas duras (el whisky de malta, los habanos Partagás, el rock sinfónico, el ibuprofeno), no sé por qué debería renunciar a ellas en el último momento. Mi opinión al respecto coincide con la de Bob Hope, quien, cuando ya muy enfermo, su esposa le preguntó dónde le gustaría que le enterraran, contestó: “Que sea una sorpresa”.
Luis Montes fue víctima de una asquerosa campaña de acoso y derribo por parte del gobierno de Esperanza Aguirre, el mismo que ha resultado un pozo infinito de mierda, el mismo que arrambló con la sanidad pública madrileña y desguazó varios hospitales bajo el sabio y neoliberal propósito de forrarse. Manuel Lamela, el consejero de Sanidad que orquestó la campaña contra Montes, hizo un negocio redondo con las privatizaciones y transbordó con toda tranquilidad de la gestión pública a la empresa privada, especializándose en transfusiones de dinero opaco. A Montes lo acusaron de matar a más de 400 personas mediante sedaciones terminales irregulares, y los tertulianos y escribas a sueldo de la lideresa repitieron el mantra con tanta convicción que mucha gente terminó por creer que los pacientes del Severo Ochoa podían acabar en una caja de pino apenas se descuidaran en una siesta.
Todo era mentira, por supuesto, y la justicia archivó el caso, pero el daño ya estaba hecho. Lo que no investigó la justicia y lo que tampoco comprobaron los lameculos de Aguirre es cuántos españoles acabaron en el cementerio gracias a la privatización brutal, al ahorro de costes, al desmantelamiento de los hospitales, a la externalización de las mamografías, a la compra y venta de sangre. Con toda seguridad, bastante más de 400. Ya se preguntaban los filántropos de Goldman Sachs el otro día si curar a los enfermos puede seguir siendo una forma de negocio sostenible. Es verdad, cómo no habíamos caído en ello, cuando está claro que un enfermo crónico de leucemia sale mucho más caro que uno muerto.
Montes ayudó a muchos pacientes, con su consentimiento, a pasar al más allá de la forma menos dolorosa posible. Resulta simplemente aterrador que a estas alturas del tercer milenio tengamos que seguir soportando la dictadura del dolor sólo por el capricho irracional de unos cuantos antropoides. Lo que no le negamos a un perro -una muerte dulce y apacible en brazos del sueño en lugar de semanas o meses de espantosos sufrimientos- se lo negamos a nuestros seres queridos sólo porque lo dicta una ley absurda, injusta y putrefacta. Las leyes injustas, diga lo que diga Montaigne, hay que desobedecerlas, siempre, hasta las últimas consecuencias, como se desobedecieron en su día las leyes raciales contra judíos y negros.
Si se puede elegir el momento y la forma de morir, muchos elegiríamos el final perfecto que imaginó para sí Billy Wilder: con más de cien años, desnudo, en la cama, en brazos de una rubia despampanante; entonces el marido entra por la puerta y, por la espalda, le pega un tiro en la cabeza. No habrá tanta suerte. Mejor que sea una sorpresa.